Omnia Sunt Communia: Todo es de Todos |
Últimamente el término «comunización» se ha convertido en algo así como una consigna de moda. A ello han contribuido varios factores, el más destacado de los cuales ha sido la popularidad de diversos textos, entre los que el más influyente con diferencia ha sido La insurrección que viene, asociado a la revista francesa Tiqqun, y a los «9 de Tarnac», que obtuvieron el dudoso prestigio de hallarse en el centro de un escándalo «terrorista» de envergadura. También ha sido un factor relevante la voluble literatura producida por la oleada de luchas estudiantiles de California en el otoño de 2009 (inspirada en parte por tales textos franceses) [1]. La confluencia en esta literatura californiana de un lenguaje modulado por tiqqunismos típicamente grandilocuentes por un lado, y de conceptos parcialmente procedentes de las obras de una ultraizquierda francesa más marxista (así como la oportuna presencia en ambos puntos de referencia de un término relativamente inusitado, «comunización») por otro, ha contribuido a la aparición de un discurso un tanto mitológico en torno a esta palabra. La comunización en cuestión aparece como relevo para consignas de moda ligeramente más venerables (como «autonomía») y al menos tiene a su favor la chispa de lo nuevo, un cosquilleo de inmediatismo radical, y el apoyo de cierta literatura francesa de tono elocuente. Esta comunización es, en cualquier caso, una encarnación nueva y difusa de la sencilla idea de que la revolución es algo que tenemos que hacer aquí y ahora, por nuestra cuenta, y casa muy bien con los sentimientos de un anarquismo insurreccionalista ya existente.
Ahora bien, en todos los sentidos salvo en el más abstracto, esta comunización no es la misma comunización sobre la que han estado debatiendo durante aproximadamente treinta años los oscuros grupos comunistas que dieron mayor contenido a dicho término, pese a que exhiba ciertos vestigios de los rasgos de su predecesora y a que quizá pueda ser iluminada por sus teorías. Por supuesto, la «comunización» nunca ha sido la propiedad privada de tal o cual grupo. Ocupa, al menos, un lugar menor en el léxico general de la tradición de la izquierda como proceso de convertir en comunal o común. Últimamente hay quien empieza a hablar, con intención de darles un significado similar, de procesos en curso de «puesta en común». Pero tales conceptos generales no tienen interés en sí mismos, y si tratáramos de adivinar algún contenido común en el amasijo de teorías y de prácticas agrupadas bajo esos términos lo único que obtendríamos sería la más pobre de las abstracciones. Por tanto, aquí solo nos ocuparemos de los dos empleos de la palabra que están en liza en el discurso actual sobre la comunización: el que procede de textos como La insurrección que viene, y el que procede de los escritos de Troploin, Théorie Communiste y otros comunistas franceses post-sesentayochistas. Nuestra propia noción de comunización procede fundamentalmente de estos últimos escritos —en particular de los de Théorie Communiste (TC)— y a continuación vamos a esbozarla. Da la casualidad de que ambos usos proliferaron en Francia, desde donde se infiltraron en los debates anglófonos de los últimos años, y que en ese proceso nosotros desempeñamos cierto papel. Ahora bien, sería un error considerar esta coincidencia como indicio de la existencia de un único debate francés sobre la comunización, o de una tendencia «comunizadora» continua en el seno de la cual los autores de La insurrección que viene y TC, por ejemplo, representarían posiciones divergentes. Lo que estos usos tienen en común, a lo sumo, es que puede decirse que remiten a una cierta insistencia en la inmediatez a la hora de concebir cómo se produce una revolución comunista. Pero, como veremos más adelante, una de esas «inmediateces» no es igual que la otra, y la pregunta que hay que hacerse es: ¿qué mediaciones son las que están ausentes?
Si a menudo el tono del texto que sigue será polémico, no es porque nos complazca criticar a gente ya sujeta a un maltrato muy público por parte del Estado francés, que los ha acusado de «terroristas» basándose en el raquítico alegato de que han escrito un libro y cometido un acto de sabotaje de poca monta: es porque los debates de larga data tocantes al concepto de comunización (debates en los que hemos participado) se han visto falsamente asociados con las teorías presentadas en textos como La insurrección que viene y Llamamiento, y por tanto corren peligro de perderse en la insidiosa niebla levantada por estos textos [2]. Lo que está en juego no son sólo estos textos, sino la recepción anglófona general de la «comunización». Por tanto, ha sido preciso hacer la distinción: la «teoría de la comunización» de la que ahora se habla en la «anglosfera» es en buena medida una entidad imaginaria, un artificio fruto de la recepción anglófona de obras diversas que no guardan relación entre sí. Sin duda, la limitada disponibilidad de obras relevantes en lengua inglesa, y la práctica simultaneidad con la que algunas de ellas han sido dadas a conocer de forma más amplia ha contribuido a la confusión. Una cierta predisposición tradicional en relación con Francia, su teoría y su política, seguramente aportó no poco. La «anglosfera» tiene una curiosa tendencia a acoger todo canto del gallo galo como pistoletazo de salida para encerrarse en el cobertizo del jardín y poner manos a la obra a sus propias confabulaciones teóricas; si a esto le sumamos además un escándalo político de envergadura, es prácticamente incapaz de contener la emoción.
Ahora bien, no sólo pretendemos polemizar desde el punto de vista de una teoría alternativa. En la medida en que es posible entender las circunstancias concretas que dan lugar a textos como este, no se trata solo de teorías incorrectas. Lo que presentan más bien son fragmentos parciales, jirones, de un momento histórico captado por el pensamiento. En su intento de aferrarse al movimiento general de la relación de clase capitalista, la teoría comunista puede arrojar luz sobre el carácter de tales momentos, y por tanto sobre los constructos teóricos que engendran. Y al hacer tal cosa, también puede poner de manifiesto sus límites, elisiones y contradicciones internas. En la medida en que tales constructos son un síntoma del carácter general del momento histórico, interrogarlos puede sonsacarles algo acerca del carácter de la relación de clase en su conjunto.
Si la comunización remite a una cierta inmediatez en el modo en que se produce la revolución, eso no supone que adopte para nosotros la forma de una receta práctica; la «comunización» no implica una orden de comenzar a hacer la revolución inmediatamente, ni tampoco de hacerla de forma individual. Lo que está en juego más bien es la cuestión de qué es la revolución: «comunización» es el nombre de una respuesta a esta pregunta. El contenido de esa respuesta depende necesariamente de aquello que hay que superar: es decir, la reproducción de la relación de clase capitalista y el complejo de formas sociales que esta reproducción implica: la forma-valor, el capital, la distinción de géneros, la forma-Estado, la forma-derecho, etc. Ante todo, semejante superación ha de ser necesariamente la autoabolición directa de la clase obrera, ya que cualquier otra cosa dejaría al capital y a su complaciente socio uno en brazos del otro, listos para continuar con el baile de la acumulación. La comunización significa el proceso de esta autoabolición directa, y es en función del carácter directo de esta autoabolición que cabe decir que la comunización supone una cierta «inmediatez».
Suele oponerse la comunización a la noción tradicional de un período de transición que siempre debía de tener lugar después de la revolución, en el que el proletariado, tras haberse apoderado de la producción y/o del Estado, podría realizar el comunismo. Partiendo del fundamento de la existencia continuada de la clase obrera, el período de transición sitúa la auténtica revolución en un horizonte borroso y al mismo tiempo perpetúa aquello que se supone que tendría que superar. No se trata para nosotros de un problema estratégico, ya que estas cuestiones han sido zanjadas por la evolución histórica: el final del movimiento obrero programático, la desaparición de la identidad obrera positiva y la ausencia de cualquier forma de poder obrero en el horizonte. Ya no es posible imaginar una transición al comunismo sobre la base de una victoria previa de la clase obrera en tanto clase obrera. En la actualidad, permanecer fiel a concepciones consejistas o leninistas de la revolución es utópico; es medir la realidad con arreglo a constructos mentales desprovistos de toda actualidad histórica. La lucha de clases ha sobrevivido al programatismo, y su horizonte actual está habitado por formas diferentes. Dado el carácter cada vez más superfluo de la clase obrera para la producción, su tendencia a quedar reducida a mera población excedente, y la índole consiguientemente evanescente de la forma-salario como punto de encuentro fundamental entre los circuitos gemelos de la reproducción, concebir la revolución en términos de poder obrero equivale a engañarse uno mismo. Con todo, sigue siendo la clase obrera la que ha de abolirse a sí misma [3].
Para nosotros, la comunización no remite a ningún proceso positivo generalizado de «compartir» o de «puesta en común»: remite a la ruina revolucionaria concreta de las relaciones de propiedad que constituyen la relación de clase capitalista. Difícilmente puede considerarse que compartir como tal (en el supuesto de que ello signifique algo en absoluto) entrañe la ruina de las relaciones capitalistas, pues es fácil demostrar que diversas formas de «compartir» o de «poner en común» desempeñan un importante papel en el marco de la sociedad capitalista y que no obstaculizan en modo alguno la acumulación capitalista. Es más, a menudo son indispensables para (e incluso constitutivas de) esa acumulación: bienes de consumo compartidos en el seno de las familias, riesgos compartidos a través de los seguros, recursos compartidos en el interior de las empresas, conocimiento científico compartido a través de publicaciones académicas, normas y protocolos compartidos entre capitales rivales porque reconocen su conveniencia para todos los interesados. En tales casos, aquello que se posee en común, sin contradicción, es la contrapartida de una apropiación. Como tal, una dinámica comunizadora entrañaría la ruina de esas formas de «compartir», del mismo modo que supondría la ruina de la apropiación privada. Y aunque haya quienes valoren un intercambio que facilita cierto nivel de subsistencia más allá de lo permitido por el salario, en un mundo dominado por la reproducción de la relación de clase capitalista, tales prácticas sólo pueden darse en los márgenes de esta reproducción, en tanto medios de supervivencia alternativos o suplementarios, y como tales, en sí mismas no son revolucionarias.
La comunización es un movimiento a nivel de la totalidad mediante el que dicha totalidad se suprime. La lógica del movimiento que suprime esa totalidad difiere necesariamente de la lógica que opera a nivel de individuos o grupos concretos: ni que decir tiene que ningún individuo o grupo puede superar la reproducción de la relación de clase capitalista por medio de sus propias acciones. La determinación de un acto aislado como «comunizador» emana sólo del movimiento global del que forma parte, no de dicho acto en sí mismo y, por tanto, sería erróneo considerar la revolución como una suma de iniciativas comunizadoras ya en sí mismas, como si lo único que hiciera falta fuese cierta acumulación de tales iniciativas hasta alcanzar un punto crítico. La concepción de la revolución como una acumulación semejante se basa en una extensión cuantitativa supuestamente capaz de acarrear una transformación cualitativa. En este sentido, esa concepción recuerda estrechamente a la problemática del desbordamiento de las luchas cotidianas hasta desembocar en la revolución, que fue uno de los rasgos más destacados de la era programática [4]. Frente a estas concepciones lineales de la revolución, la comunización es producto de un desplazamiento cualitativo dentro de la dinámica de la propia lucha de clases. La comunización se da sólo en el límite de una lucha, en la brecha que se abre cuando la lucha llega a su límite y se ve impulsada más allá. Así pues, la comunización tiene pocos consejos positivos que dar acerca de la práctica concreta e inmediata en el aquí y ahora, y desde luego no puede recetar técnicas particulares, como el desbloqueo de cerraduras o la quiropraxis, como otras tantas vías a través de las cuales los sujetos insurreccionalistas llegan al paraíso [5]. Los pocos consejos que puede dar son sobre todo negativos: las formas sociales que implica la reproducción de la relación de clase capitalista no van a transformarse en instrumentos de la revolución, porque forman parte de lo que hay que abolir.
La comunización, por tanto, no es una forma de práctica revolucionaria prefigurativa del tipo a la que aspiran a ser diversos anarquismos, ya que no tiene ninguna existencia positiva con anterioridad a una situación revolucionaria. Si bien es posible considerar que en cierto sentido la dinámica de la relación de clase capitalista actual plantea la cuestión de la comunización, ésta aún no se presenta directamente como una modalidad de práctica o como un conjunto de individuos en posesión de las ideas correctas en torno a dicha práctica. Esto no quiere decir que debamos limitarnos a aguardar la comunización como una suerte de acontecimiento mesiánico: más aún, ni siquiera es una opción, pues la participación en la dinámica de la relación de clase capitalista no es algo de lo que podamos abstenernos o, ya puestos, que podamos escoger. La participación en la lucha de clases no es cuestión de una práctica política que pueda elegirse arbitrariamente desde un punto de vista contemplativo. Las luchas exigen nuestra participación aunque todavía no se presenten como la revolución. La teoría de la comunización nos alerta sobre los límites inherentes a estas luchas, y desde luego está atenta a las posibilidades de que surja una verdadera ruptura revolucionaria, no tanto a pesar de esos límites como precisamente debido a ellos. Para nosotros, por tanto, la comunización es una respuesta a la pregunta de qué es la revolución. Se trata de una pregunta que —dada la quiebra evidente de las viejas nociones programáticas, sean izquierdistas, anarquistas o de ultraizquierda— adopta una forma histórica específica: ¿cómo se va a producir la superación de la relación clase capitalista, puesto que es imposible que el proletariado se afirme como clase pero hemos de seguir enfrentándonos al problema de esta relación? No obstante, textos como Llamamiento o La insurrección que viene ni siquiera plantean correctamente la pregunta acerca de qué es la revolución, porque en dichos textos el problema ya se ha desvanecido en un miasma conceptual. En esos textos, la revolución no será realizada por ninguna clase existente ni sobre la base de ninguna situación real, material e histórica; será realizada por «amistades», por «la constitución en fuerza de una sensibilidad», por el «despliegue de un archipiélago de mundos», por el «otro lado de la realidad», por el «partido de la insurrección», pero ante todo por esa positividad eternamente presente y amorfa: nosotros. Se ruega al lector que tome partido por este «nosotros» —el «nosotros de una posición»—, que se sume a la inminente desaparición de «el capitalismo, la civilización, el imperio, lo que se quiera». En lugar de una relación concreta y contradictoria, tenemos por un lado a «quienes quieren escuchar» el llamamiento, y por el otro a aquellos que no quieren escucharlo; a los que perpetúan «el desierto» y a los que poseen «una disposición a las formas de comunicación de una intensidad tal que arrebaten al enemigo, ahí donde se establezcan, la mayor parte de sus fuerzas». A pesar de sus protestas en sentido contrario [6], ¿suponen estas declaraciones algo más que la autoafirmación de un medio autodesignado como radical?
En esta encarnación más insurreccionalista, la comunización aparece como respuesta a una pregunta histórica real. Sin embargo, en este caso la pregunta es el «¿qué debemos hacer?» planteado por el fin de la oleada de luchas que tuvo por centro al movimiento antiglobalización [7]. Los autores reconocen correctamente la imposibilidad de desarrollar una autonomía real ante «lo que se posee en común» dentro de la sociedad capitalista, pero con todo, el agotamiento del medio activista de los black-blocks que iban de cumbre en cumbre hace imperativo para éste hallar nuevas prácticas en las que participar u organizar una retirada elegante. Por tanto, hay que repensar la «Taz¥», la alternativa, la comuna, etc., pero con la crítica del alternativismo in mente: hay que organizar la secesión, sí, pero esta secesión también debe comportar la «guerra» [8]. Puesto que esos espacios presuntamente liberados no pueden ser estabilizados al margen de «el capitalismo, la civilización, el imperio, lo que se quiera», hay que volver a concebirlos como parte de la expansión y generalización de una amplia lucha insurreccional. Siempre y cuando esa lucha tenga éxito, estas alternativas habrán probado, a fin de cuentas, que no eran imposibles; su generalización ha de ser la condición de su posibilidad. Es esta dinámica de generalización la que se identifica como una dinámica «comunizadora», entendiendo la comunización poco más o menos que como la formación de comunas en el seno de un proceso que no se detendrá hasta que el problema de la alternativa haya sido resuelto, dado que entonces ya no tendrá que ser una alternativa. Y todo esto sin ninguna idea clara de lo que ha de desbaratarse por medio de esta dinámica. La complejidad de las relaciones sociales reales y la dinámica real de la relación de clase son despachadas con una floritura de prestidigitador en beneficio un puñado de abstracciones insulsas. Satisfechos de que el nosotros de la revolución no necesite ninguna definición real, todo aquello que hay que superar se atribuye al «ellos», entidad que puede permanecer igualmente abstracta, un nobodaddy* genérico mal definido (el capitalismo, la civilización, el imperio, etc.) que ha de ser desbaratado —en los peores momentos de Llamamiento— por Los Auténticos que han forjado amistades «intensas» y que todavía sienten de verdad pese a lo malvado que es este mundo.
Ahora bien, el problema no puede residir sólo en este «ellos», pues eso eximiría fundamentalmente al «nosotros de una posición» de la dinámica revolucionaria. Todo lo contrario: en cualquier superación real de la relación de clase capitalista, somos nosotros mismos quienes debemos ser superados; «nosotros» no tenemos ninguna «posición» al margen de esa relación. Lo que somos está constituido de cabo a rabo por ella, y lo que necesariamente constituirá el horizonte de nuestras luchas es la ruptura con la reproducción de aquello que somos. Para la clase obrera ya no es posible identificarse de forma positiva y aceptar su condición de clase como la esencia de lo que es; ahora bien, sigue marcada por la simple facticidad cotidiana de su pertenencia de clase al afrontar, en el capital, la condición de su existencia. En este período, el «nosotros» de la revolución no se afirma ni se identifica de forma positiva porque no puede hacerlo; no puede afirmarse contra el «ellos» del capital sin afrontar el problema de su propia existencia, una existencia cuya superación constituirá el contenido de la revolución. En la relación de clase capitalista no hay nada que afirmar: ninguna autonomía, ninguna alternativa, ningún exterior, ninguna secesión.
Una premisa implícita en textos como Llamamiento y La insurrección que viene es que si nuestra pertenencia de clase alguna vez fue una condición vinculante, ahora ya no lo es. Podemos rechazar esa pertenencia aquí y ahora, situarnos fuera del problema mediante un acto inmediato de autoafirmación. Es posible que el hecho de que el medio asociado con Tiqqun y La insurrección que viene no haya sido el único en desarrollar teorías basadas en esta premisa a lo largo de la última década sea significativo. En textos como Communism of Attack and Communism of Withdrawal [9], Marcel y el grupo de Batko, con el que ahora está asociado, ofrecen una variante mucho más sofisticada. En lugar de las autovalorizaciones de la movida insurreccionalista, en este caso la teoría emerge como un autonomismo reelaborado e imbuido de un revoltijo heterogéneo de teoría esotérica (marxista y de otras tipoclases), pero en última instancia los presupuestos formales son los mismos [10]. Considerando la inmanencia de la reproducción de la relación de clase como un sistema cerrado sin ningún fin concebible, Marcel postula la necesidad de un momento puramente externo y trascendente, la «retirada» sobre la base de la cual los comunistas pueden lanzar un «ataque». Ahora bien, en este mundo, ¿qué otra cosa podría significar semejante «retirada» salvo la formación voluntarista de una especie de medio «radical» que el Estado tolerará con mucho gusto, siempre y cuando se abstenga de manifestar —a fin de justificar su reproducción continuada dentro de la sociedad capitalista— la clase de combatividad que encontramos en La insurrección que viene?
Insistir, frente a esto, en la total inmanencia de la relación de clase capitalista, en nuestra completa imbricación con el capital, no supone resignarnos a una totalidad monolítica y cerrada que no puede hacer sino reproducirse a sí misma. Por supuesto, así parece cuando se parte del presupuesto del sujeto concebido de forma voluntarista: para tal sujeto, la totalidad de las relaciones sociales reales no puede consistir sino en el despliegue mecánico de un proceso puramente exterior. No obstante, este sujeto es una forma social históricamente concreta, perpetuado él mismo a través de la lógica de la reproducción de la relación de clase, al igual que su complemento. Dado que no es insensible a la problemática de este sujeto, La insurrección que viene comienza con el repudio del Yo = Yo de Fichte, que considera ejemplificado por el eslogan de Reebok «Yo soy lo que soy». En este caso el «yo» es una imposición del «ellos», una especie de forma neurótica administrada «que se busca imprimir en nosotros» [11]. El «nosotros» consiste en rechazar esta imposición y reemplazarla por una concepción de las «criaturas entre las criaturas, singularidades entre nuestros semejantes, carne viva tejiendo la carne del mundo» [12]. Sin embargo, el «nosotros» que rechaza esta imposición sigue siendo un sujeto voluntarista, su repudio del «yo» sigue sin ser más que un repudio, y su sustitución por términos de apariencia más interesante no resuelve el problema. Al considerar la imposición del «yo» sobre sí como algo unidireccional y puramente exterior, el «nosotros» postula otro yo, más verídico, que se encuentra más allá del primero, un yo que realmente le es propio. Este yo auténtico —«singularidad», «criatura», «carne viva»— no tiene que concebirse forzosamente de forma individualista, pero sigue siendo un sujeto voluntarista que se considera autosuficiente a sí mismo, y a la objetividad que lo oprime como algo meramente superpuesto. En la fase actual, la vieja abstracción del sujeto egoísta experimenta una extraña mutación bajo la forma del insurreccionalista —sujeto auténticamente stirneriano— para el que no sólo es posible liberarse de la pertenencia de clase mediante una autoafirmación voluntarista, sino también de la misma imposición del «yo». Ahora bien, pese a que nuestra pertenencia de clase sea inafirmable —una mera condición de nuestro ser en nuestra relación con el capital— y aunque el «yo» abstracto forme parte de la totalidad que ha de superarse, eso no significa que se pueda abdicar de ninguna de las dos de manera voluntaria. Estas formas sólo se pueden superar mediante la ruina revolucionaria de esta totalidad.
La prioridad otorgada a una concepción táctica determinada es una de las principales consecuencias y determinantes de esta posición. Se acude a la teoría para que legitime una práctica que no se puede abandonar, y el resultado es un dualismo: el «nosotros» voluntarista y la objetividad impasible que constituye su contrapartida necesaria. A pesar de sus cacareadas pretensiones de haber superado la «política clásica», en última instancia estos textos conciben la revolución en calidad de dos fuerzas contrapuestas: el nosotros que «se organiza» y todas las fuerzas desplegadas en su contra. El pensamiento táctico se convierte entonces en guía y norma de este «nosotros», y ha de mediar sus relaciones con un objeto que permanece exterior. En lugar de un ajuste de cuentas teórico con la totalidad concreta que ha de superarse en todas sus determinaciones o una reconstrucción del horizonte real de la relación de clase, lo que tenemos es un resquebrajamiento de la totalidad en dos abstracciones fundamentales y un simple conjunto de exhortaciones y recetas prácticas cuya verdadera función teórica es volver a relacionar a estas abstracciones entre sí. Por supuesto, ni Llamamiento ni La insurrección que viene se presentan directamente como «propuestas teóricas». Llamamiento, en particular, intenta eludir las cuestiones teóricas apelando desde el principio a la «evidencia», que «no es una cuestión de lógica, ni de razonamiento», sino más bien aquello que «está del lado de lo sensible, del lado de los mundos», aquello que se tiene «en común» o «distingue». El objetivo aparente de estos textos es articular un clamor pasional —realizar un inventario inmediato y preteórico de motivos para rebelarse contra este mundo malo, malísimo— en función del cual la gente se una a los autores para hacer la insurrección. Sin embargo, esta proclamación de inmediatez disimula una teoría que ya ha mediado de antemano, que ha preconstruido lo «evidente», y cuyos compromisos originarios (compromisos que impiden toda comprensión de la situación real) los ha contraído con el «nosotros» que tiene que hacer algo y con su «ellos» paternal. Una teoría que se muda en la sola descripción de lo que tenemos que hacer fracasa ante su propia tarea, ya que al renunciar a su punto de vista específico como teoría abandona la posibilidad de comprender realmente no sólo aquello que hay que superar, sino también lo que entraña dicha superación.
La teoría comunista no parte de la posición falsa de una especie de sujeto voluntarista, sino de la superación postulada de la totalidad de las formas implícitas en la reproducción de ese sujeto. Como mero postulado, esa superación es necesariamente abstracta, pero sólo a través de esa abstracción fundamental puede asumir la teoría como contenido propio las formas determinadas a superar, que destacan en su determinación precisamente porque se ha postulado su disolución. Esta postulación no es sólo una cuestión de metodología o una especie de postulado necesario de la razón, pues la superación de la relación de clase capitalista no es un mero constructo teórico. Más bien se anticipa al pensamiento, al ser postulada incesantemente por la relación misma; en tanto antagonismo, ésta es su propio horizonte, la presencia negativa real de la que es portadora. La teoría comunista es fruto de esta relación antagónica y piensa necesariamente en el interior de la misma; es el pensamiento de la relación de clase y se capta a sí misma como tal. Intenta reconstruir conceptualmente la totalidad que constituye su fundamento a la luz de la superación ya postulada de dicha totalidad, para extraer de ella la superación tal como se presenta aquí. Dado que es una relación que no posee ningún estado «homeostático» ideal, sino que siempre se encuentra más allá de sí misma, dado que el capital afronta en todo momento el problema del trabajo —incluso cuando resulta victorioso— el pensamiento adecuado de esta relación no es el de una especie de estado de equilibrio o el de una totalidad autopostulada sin fricciones: es el de una relación fundamentalmente imposible, algo que sólo existe en la medida en que está dejando de ser, una relación internamente inestable y antagonista. La teoría comunista no tiene necesidad, por tanto, de un punto de apoyo arquimédico exterior desde el que tomarle la medida a su objeto, ni la comunización necesita una perspectiva trascendente de «retirada» o «secesión» desde la que lanzar su «ataque».
La teoría comunista no ofrece una respuesta alternativa a la pregunta de «¿qué podemos hacer?», porque la abolición de la relación de clase capitalista no es algo sobre lo que se pueda decidir. Por supuesto, en ocasiones los individuos y grupos concretos que constituyen las clases que forman esta relación se enfrentan necesariamente a esa pregunta; sería absurdo sostener que plantear esa pregunta fuera en sí mismo de algún modo «erróneo»: en tanto abolición directa de la relación de clase capitalista, la teoría de la comunización jamás podría invalidar esos momentos. Los individuos y los grupos evolucionan en el seno de la dinámica de la relación de clase y de sus luchas, orientados hacia el mundo tal y como éste se presenta. No obstante, a veces se encuentran inmersos en un momento en el que la fluidez de este movimiento se interrumpe, y han de reflexionar y determinar cuál es la mejor forma de continuar. Es entonces cuando irrumpe el pensamiento táctico, con sus separaciones distintivas, como síntoma de una interrupción momentánea en la experiencia inmediata de la dinámica. Cuando este pensamiento táctico emergente no desemboca en la superación del problema, y la continuidad de la participación en luchas públicas se presenta por el momento como problema insuperable, el individuo o el grupo se ven arrojados a la perspectiva contemplativa de una relación puramente exterior con su objeto, incluso cuando se esfuerzan por reanudar un vínculo práctico con éste.
En Llamamiento y La insurrección que viene este dilema básico adquiere forma teórica. Replegándose desde los momentos culminantes de una oleada de luchas, se plantea la cuestión táctica; a continuación, cuando esta oleada remite todavía más —y con ella el contexto que suscitó la pregunta inicial— la teoría expresa un punto de vista totalmente contemplativo, aun cuando al mismo tiempo haga violentos aspavientos exigiendo acción. Su objeto se vuelve absolutamente exterior y trascendente, a la vez que su sujeto queda reducido a autoafirmaciones frágiles y apenas veladas, y el «lo que tenemos que hacer» que ofrece se reduce a una trivial lista de técnicas de supervivencia dignas de las series televisivas al uso. En el momento en que nació Tiqqun, cuando las estructuras del viejo movimiento obrero se hallaban ya a sus espaldas y el terreno de actuación se había convertido en una «globalización» indeterminada (el horizonte de un capitalismo liberal triunfante) la pertenencia de clase se presentaba como algo que ya se había dejado de lado, una mera piel que se había mudado, y en consecuencia, también se había vuelto cada vez más difícil identificar al capital como el otro polo de una relación intrínsecamente antagonista. Aquí reside el contenido históricamente específico representado por estos textos: la indeterminación del objeto del antagonismo, la relación voluntarista con la totalidad construida en torno a dicho antagonismo y la indiferencia ante la cuestión de clase y su superación. El «desierto» sobre el que Tiqqun construyó sus castillos de arena era el horizonte árido y anodino de un capitalismo financiarizado y finisecular. Al emprender la marcha en este desierto, incapaz de captarlo como un momento transitorio de la dinámica de la relación de clase, Tiqqun jamás podría haber previsto la crisis actual y las luchas que ésta ha traído consigo.
El «¿qué vamos a hacer?» planteado por el final de la oleada de luchas que tuvo como centro al movimiento antiglobalización ya pasó; en el momento actual hay poca necesidad de andar en busca de consejos prácticos para el restablecimiento de una práctica insurreccionalista o de justificaciones teóricas para replegarse sobre medios «radicales». Es una cruel ironía histórica que el Estado francés haya descubierto en este punto de vista —que se define precisamente por su impotencia frente a su objeto, su referencia fundamental a un momento pasado— la amenaza del «terrorismo» y de una «ultraizquierda» a la que vale la pena aplastar aún más. Y lo es también que mientras ese Estado dedica sus atenciones a las efusiones desafiantes y melancólicas de un insurreccionalismo estancado e implica a sus infelices protagonistas en un escándalo «terrorista» de alto nivel, en el seno de la relación de clase capitalista global se estén produciendo movimientos tectónicos mucho más importantes y mucho más amenazantes para la sociedad capitalista.
En estos momentos la clase obrera mundial está siendo sometida a un ataque muy manifiesto a medida que los funcionarios del capital intentan estabilizar un sistema mundial continuamente al borde del desastre, y no ha tenido necesidad de arengas insurreccionalistas para «poner en marcha» su respuesta. La jerga de la autenticidad tiqqunista acompañó al estallido de las ocupaciones estudiantiles en California, pero por supuesto, no se trataba de las luchas de una «comunización» insurreccional librada de forma voluntarista en el desierto frente a algún «ellos» indefinido: esas luchas fueron una respuesta coyuntural concreta a la forma que había adoptado la crisis actual al golpear al estado californiano, y al sistema de enseñanza superior en particular. Se trataba de una situación que exigía resistencia, pero sin que existiera ninguna sensación de que las reivindicaciones reformistas tuviesen significado alguno; de ahí la retórica de «nada de reivindicaciones» que caracterizó a la primera oleada de estas luchas. Al mismo tiempo, por supuesto, la comunización no se presentaba como una posibilidad directa, y tampoco había ninguna otra dinámica ostensiblemente revolucionaria en el orden del día inmediato. Atrapadas entre la necesidad de la acción, la imposibilidad del reformismo, y la ausencia de todo horizonte revolucionario, estas luchas adoptaron la forma de una generalización transitoria de ocupaciones y acciones para las que no podía existir ninguna noción clara de lo que habría supuesto «vencer». Fue la ocupación temporal y sin reivindicaciones de espacios en el transcurso de estas luchas lo que acabó identificándose con la «comunización». Sin embargo, dada la ausencia de cualquier posibilidad inmediata de comunización real, el lenguaje de antaño (la «Taz», la «autonomía», etc.) habría sido más apropiado para caracterizar estas acciones. Si bien este lenguaje era, hace diez años, el del ala «radical» de los movimientos, en California este florecimiento de espacios autónomos fue la forma que adoptó el movimiento mismo. De forma perversa, fue el propio anacronismo de la problemática tiqqunista el que permitió que ésta repercutiera en el seno de un movimiento que había adoptado dicha forma. Si la «comunización» de Tiqqun es una reinvención insurreccionalista de la «Taz», de la «autonomía», etc., formulada en el límite del momento histórico que produjo esas ideas, en California se encontró con un movimiento finalmente conforme a tales ideas, pero sólo en tanto respuesta bloqueada —y no obstante necesaria al mismo tiempo— a la crisis.
A raíz de este movimiento bloqueado la «comunización» ha llegado a ser poco menos que indiscernible de lo que la gente solía llamar «autonomía» y se ha convertido en uno de los últimos términos (junto a los de «huelga humana», «partido imaginario», etc.) en incorporarse a la jerga de una sensibilidad angloamericana fundamentalmente ininterrumpida. Esta sensibilidad siempre estuvo caracterizada por una proclividad a la autoafirmación abstracta y voluntarista (en Tiqqun no hace más que verse reflejada a sí misma) y por tanto no debería extrañar en absoluto que aquí la «comunización» sea, de forma correspondiente, abstracta, voluntarista, y autoafirmativa. Este acceso de la «comunización» a la vanguardia de la radicalidad chic probablemente tenga escasa relevancia en sí mismo, pero el movimiento principal que hasta ahora ha hallado su voz en este idioma es más interesante, pues el punto muerto en el que se encuentra no se debe a una mera falta de programa o de reivindicaciones, sino que es uno de los síntomas de la incipiente crisis de la relación de clase. Lo que viene no va a ser una insurrección tiqqunista, pese a que Glenn Beck [13] crea haber identificado una en los levantamientos árabes. Si la comunización se manifiesta en la actualidad, es en el sentido palpable de un punto muerto en la dinámica de la relación de clase; esta es una época en la que el final de dicha relación se cierne perceptiblemente en el horizonte mientras el capital se topa con crisis a cada paso y la clase trabajadora se ve forzada a librar una lucha para la que no hay victoria plausible.
Notas
1 Véase, por ejemplo, la colección After the Fall: Communiqués from Occupied California, http://afterthefallcommuniques.info/.
2 El siguiente análisis se centrará específicamente en el Comité Invisible, La insurrección que viene (Los Ángeles, CA: Semiotext (e), 2009) http://tarnac9.wordpress.com/texts/the-coming-insurrection/ y el Comité Invisible, Llamamiento
(2004), http://www.bloom0101.org/call.pdf, en lugar de en otras obras
relacionadas con Tiqqun, puesto que estos textos han sido los más
influyentes en la recepción anglófona actual de la «comunización». Es
sobre todo esta recepción la que nos interesa, más que cualquier
evaluación más general de Tiqqun como, por ejemplo, partícipe de la
«filosofía continental».
3 Para un debate más detallado sobre estas cuestiones, véanse «Miseria y
deuda», y «Crisis de la relación de clase» en Endnotes # 2 (abril de
2010), https://endnotes.org.uk/translations.
4 Para un debate sobre el concepto de programatismo, véase Theorie
Communiste, «Mucho ruido y pocas nueces», Endnotes # 1: Materiales
preliminares para un balance del siglo XX (octubre de 2008): 154-206,
https://endnotes.org.uk/translations/63.
5 «Platón pudo omitir la recomendación a las amas de leche de que no
permanecieran inmóviles con los niños, sino que los balancearan siempre
en los brazos: e igualmente Fichte respecto al perfeccionamiento del
pasaporte policial hasta establecer, como se dijo, que no sólo debían
estar expresados los datos del individuo sospechoso en el documento,
sino también el retrato.» Hegel, Filosofía del Derecho, p. 34.
6 Véase, por ejemplo, La insurrección que viene, p. 44: «Todos
los medios son contrarrevolucionarios, porque su único negocio es
defender su maldita comodidad». Paréceme que protestan en demasía.
7 Por supuesto, Tiqqun distingue su enfoque de la problemática
«izquierdista» de «¿que hacer?» porque consideran que ésta niega que «la
guerra ya ha comenzado». En cambio, la pregunta directa que hay que
plantearse, según Tiqqun, es «¿cómo hacerlo?» Ahora bien, a nosotros no
sólo nos preocupa esta cuestión tal como la plantea literalmente Tiqqun.
El «¿qué deberíamos hacer?» en cuestión es el del punto muerto de la
propia post-antiglobalización, punto muerto que —como veremos— articula
el contenido teórico de textos como Llamamiento y La insurrección que viene.
Por «alternativa» y «alternativismo», nos referimos aquí a prácticas
que tienen como objetivo establecer zonas liberadas al margen de la
dominación capitalista, y que consideran que se trata de algo posible de
modo independientemente y previo a cualquier revolución comunista. En
líneas generales, puede decirse que los medios contraculturales son
«alternativistas».
¥ Siglas de «Zona Temporalmente Autónoma». (N. del t.)
8 Para una excelente crítica de la posición del grupo Batko véase Per
Henriksson, “Om Marcel Crusoe exkommunister i intermundia. Ett bidrag
hasta kommuniseringsdiskussionen”, Riff-Raff, 9 (marzo de
2011),
http://riff-raff.se/texts/sv/om-marcel-crusoes-exkommunister-i-intermundia
; (próxima traducción al inglés).
* Juego de palabras que fusiona las palabras nobody y daddy («nadie» y
«papi») acuñado por William Blake como apelativo despectivo para el dios
antropomorfo del cristianismo. (N. del t.)
9 http://www.riff-raff.se/en/7/attack_rough.pdf (N. del t.)
10 La insurrección que viene, pp.29-34. La insurrección que viene, pp.33-32. Llamamiento, p.4.
11 La insurrección que viene, pp.29-34. La insurrección que viene, pp.33-32. Llamamiento, p.4.
12 La insurrección que viene, pp.29-34. La insurrección que viene, pp.33-32. Llamamiento, p.4.
13 Personaje mediático de la cadena Fox News de tendencia neoconservadora. (N. del t.)