8 de marzo de 2016

8 de marzo contra el Capital

Recibimos y publicamos:

8 DE MARZO CONTRA EL CAPITAL

En los últimos años aconteció una importante reconfiguración de las luchas, muchas de ellas consideradas “de mujeres”. Discursos que durante la década de los noventa se circunscribían prácticamente al feminismo y se hacían presentes en el movimiento anarquista y en unos pocos ámbitos de izquierda, sufrieron en la década pasada una expansión, hasta llegar a popularizarse, acarreando la vulgarización y debilidad de un discurso que aún no es una práctica masiva. A su vez, la problemática “de la mujer” se hizo ineludible y comenzó a tomar cada vez mayor protagonismo en programas de radio, televisión y en ámbitos cotidianos. Las masivas manifestaciones del “ni una menos” durante el año pasado son un hito importante en esta expansión.

El tono y el contenido de los discursos y debates sobre el tema, así como las consignas débiles, interclasistas y ciudadanas, son las características principales de esta contestación difusa. Características propias del Encuentro Nacional de Mujeres, cuyo rasgo principal no es ni la radicalidad ni la precisión al momento de criticar la instrumentalización y determinación del género que realiza el Capital. Que, dadas las condiciones, puede ser la voz cantante de estas críticas a medias que van ganando las calles.

Pero no se trata de argumentos contra argumentos, de ganar el debate, se trata de condiciones materiales de existencia. El objetivo de la acumulación capitalista no es el machismo es la ganancia, sin embargo el machismo colabora en esta empresa y es permitido y sostenido por las condiciones capitalistas. El capitalismo no es un entramado discursivo que podríamos destruir con sólo cambiar nuestras formas de pensar o ciertos hábitos de nuestra vida cotidiana. ¿Significa esto que no encontramos su opresiva ideología dominante operando en cada espacio de nuestro ser y de nuestras relaciones? Pues no. Significa que estamos al tanto de que esta sociedad no está aquí desde siempre y de que posee una historia material que indagar, no para deleitarnos con hermosas conclusiones intelectuales, sino para destruir cada ápice de ella.

Las fuerzas productivas y las relaciones de producción que se han desarrollado y que fueron modificándose a lo largo de la historia, han moldeado la explotación y opresión de los seres humanos, hombres y mujeres. De distintas formas, claro está, pero siempre en función del objetivo que el Capital persigue: explotarnos, extraernos el máximo de plusvalor y valorizarse constantemente. El Capital es él mismo una relación social, en tanto implica la escisión entre propietarios de los medios de producción y desapropiados. En este sentido, el capitalismo ha modificado sustancialmente no sólo las formas de producción sino también las relaciones sociales determinantes, permitiendo que incluso aquellas actividades que aparecen fuera de su órbita estén al servicio de su reproducción y del mantenimiento del orden vigente.

Nos han enseñado que la esfera privada no posee vínculo alguno con el orden social, así las cuestiones íntimas o personales no serían posibles de pensar más que individualmente, cuando, sin embargo, se encuentran en relación dialéctica con la esfera denominada pública o social. Entonces, al analizar la reproducción material de esta sociedad no podemos dejar a un lado la construcción de sujetos a los cuales se les otorgan determinados atributos y cualidades, es decir, roles. Las relaciones entre hombres y mujeres se han desplegado históricamente de la mano de estas relaciones de producción, levantándose las expresiones ideológicas que las sostienen, para ocultarlas bajo el manto de la naturalidad de los roles que nos han asignado.

Roles que nos dicen que los hombres deben ser los proveedores del sustento de las mujeres y la familia, activos y fuertes, ajenos a sus sentimientos y emociones, y otorgando a las mujeres la sensibilidad, la pasividad, la aptitud para el amor, el cuidado y la comprensión. Bajo el reino del Capital lo femenino está ligado a lo irracional, lo afectivo, mientras que lo masculino lo está a lo racional, al trabajo. Si bien existen cambios en los roles y la familia nuclear ha ido transformándose a lo largo de la historia, éstos no se determinan en relación a las necesidades humanas sino a las del Capital. Entonces, si hoy no encontramos como generalidad la familia tradicional en la que sólo el hombre es asalariado y la mujer se dedica exclusivamente al ámbito doméstico, no significa una victoria para nosotros, proletarias y proletarios.

Es decir, en términos de integración capitalista, la liberación de las mujeres se ha profundizado y es el presupuesto de su mayor participación en la sociedad. Las mujeres proletarias han salido en gran número de sus casas y tienen la posibilidad (o mas bien la desgracia), de estar generando plusvalor por derecho propio pero, muchas veces, continúan teniendo que asumir el trabajo doméstico, quizás con alguna “ayuda” de los hombres o, al menos, gestionando su traspaso a otras mujeres más jóvenes o más pobres, instituciones educativas, lavaderos y guarderías. Es la otra cara de la moneda de la liberación de las mujeres.

El nuevo ideal femenino ya no corresponde unívocamente a aquel de mujer irracional y amorosa, sino que convive con otros. Existe también un tipo ideal de mujer asalariada y exitosa, que construye una familia al mismo tiempo que hace deporte y se mantiene bella, según los dictados de la moda; así como existe además el modelo de mujer que se coloca por encima de la necesidad de vincularse con hombres, soltera e independiente. Todas ellas adquiriendo, para liberarse de su rol femenino, rudeza y competitividad, características del rol masculino, amalgamándose a la lógica imperante: cada uno por su lado y contra otros.

En todo este proceso las ciegas leyes de la economía capitalista fueron auxiliadas por una perspectiva integracionista, en cuyo desarrollo fueron partícipes necesarias teóricas, académicas, líderes sindicales e izquierdistas. Y sin duda no fueron sólo mujeres, sino que detrás de esta nueva fase de vinculación entre sexos mediada y determinada por el Capital, dijeron presente jefes de las fuerzas armadas, empresarios ávidos de mano de obra barata, filósofos posmodernos y cuadros medios de todos los Estados.

No esperamos absolutamente ninguna perspectiva emancipadora del devenir de la economía capitalista. Y sabemos que las luchas sociales no comienzan en la mesa del patrón, del gobernante de turno, ni en las mesas de debates con los portadores de la retórica feminista. Creemos que esta nueva conmemoración del 8 de marzo puede ser un puntapié para hacer un balance de las luchas del pasado, para ver dónde estamos parados y paradas, para plantearnos una vez más qué hay o puede haber de subversivo en nuestros vínculos entre proletarias y proletarios.

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(Tomado de La Oveja Negra nro. 14, marzo de 2014).

(Fondo sonoro: 
1.- Somos todxs prostitutxs, por El Grupo Pop
2.- Típicas minas, por las Slits  
3.- 1848//Himno cartista/cólera, por Lindsay Cooper).

Una nueva conmemoración del 8 de marzo nos muestra los significados que va adquiriendo desde hace años esta fecha: mercancías “femeninas” para regalar y  regalarnos, descuentos en restaurants y perfumerías, con suerte, un discurso de la ONU por la igualdad de derechos, y una marcha de la izquierda para reclamar al gobierno por medidas legales contra los femicidios y demás inequidades de género.

Como ocurre con tantas otras esferas de nuestras vidas, el Capital no duda en utilizar e inventar lo que sea con tal de seguir expandiéndose, generando así más y más capital, más y más valor. Esto no nos sorprende, es un proceso continuo que comenzó con los orígenes mismos de este sistema.

Contra él se alzaron las obreras textiles de Nueva York un 8 de marzo de 1857. Cada vez más mujeres, en Estados Unidos, se incorporaban a la producción, especialmente en la rama textil, donde eran mayoría absoluta. Las extenuantes jornadas de más de 12 horas a cambio de salarios miserables despertaron la rebeldía de las proletarias neoyorquinas. Esta no fue ni la primera ni la última vez que las textiles se movilizarían. Medio siglo más tarde, en marzo de 1908, 15.000 obreras marcharon por la misma ciudad por aumento de salario y mejores condiciones de vida. Y, al año siguiente —también en marzo—, más de 140 jóvenes mujeres murieron calcinadas en la fábrica textil Triangle Shirtwaist de Nueva York. En ese trágico día, las trabajadoras tuvieron que sortear muchas áreas cubiertas por el fuego, para luego intentar salir por una puerta cerrada, la misma donde día tras día las requisaban los guardias de seguridad de la fábrica.

De ahí en adelante, estos episodios sirvieron de referencia para el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, cuya primera convocatoria tuvo lugar en 1911 en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza extendiéndose, desde entonces, a numerosos países. La propuesta original, discutida por algunas secciones de la socialdemócrata Segunda Internacional, concebía un día específico de lucha de las mujeres trabajadoras por reivindicaciones sufragistas, igualdad civil y derechos laborales.

En 1977 la Asamblea General de la ONU proclamó el 8 de marzo como Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional.

UNA HISTORIA EXTENDIDA

El Capital no sólo se apropia del “día de la mujer”, ella ha sido explotada y subordinada desde un principio de acuerdo a las diversas necesidades que en cada época tuvo este sistema de producción.

Durante el surgimiento del sistema capitalista —o proceso de acumulación primitiva del Capital— se desató un ataque y persecución específica contra las mujeres —parteras, curanderas, madres, amantes, educadoras y reproductoras— a través de lo que se conoce popularmente como caza de brujas (1). Caza que, entre otras cosas, intentó destruir el control natural que las mujeres podían ejercer sobre la reproducción de la especie.

Esta persecución fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización de las Américas y la expropiación de tierras al campesinado europeo. Supuso: el desarrollo de una nueva división social del trabajo, que sometió el trabajo femenino y la función reproductiva a la reproducción de la fuerza de trabajo; la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado; y la mecanización del cuerpo de las mujeres en la producción de nuevos trabajadores.

Por otro lado, esta campaña de terror contra las mujeres debilitó la capacidad de resistencia del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su contra por la aristocracia terrateniente y el Estado, en una época en que la comunidad campesina comenzaba a desintegrarse bajo el impacto de la privatización de la tierra, el aumento de impuestos y la extensión del control estatal sobre todos los aspectos de la vida social.

La definición de las mujeres como seres demoníacos y las torturas atroces a las que muchas de ellas fueron sometidas destruyeron todo un mundo de prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres en la Europa precapitalista, así como la condición necesaria para su resistencia en la lucha contra el feudalismo.

Una vez que las mujeres fueron derrotadas, la imagen de la feminidad construida en este período fue descartada y una nueva y domesticada ocupó su lugar. Mientras que durante la caza de brujas las mujeres eran retratadas como seres salvajes, rebeldes e insubordinados, a finales del siglo XVIII el canon se había invertido. Las mujeres pasaron a ser retratadas como seres pasivos, lánguidos, angelicales y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer una influencia positiva sobre ellos.

De la imagen de la mujer–bruja en la hoguera, se pasó a la mujer como encarnación de “la libertad”. La Estatua de la Libertad, fue un regalo de parte de Francia a Estados Unidos. Desde su inauguración en 1886 fue la primera visión que tenían los inmigrantes europeos al llegar a la prometedora nación en crecimiento tras su travesía por el océano Atlántico, la que quizás tuvieron las trabajadoras textiles, en su mayoría italianas y judías, antes de perder la vida en la fábrica de camisas.

LA MÁS VIEJA PROSTITUCIÓN

Pese al nuevo aire progresista, bajo el cual las mujeres pueden trabajar “a la par” de los hombres y hasta pueden ser presidentas, sabemos que las mujeres no somos ni más iguales ni más libres y más aún, que estas consignas ni siquiera nos pertenecen (2). Seguimos siendo esclavas de nuestras necesidades, para vivir debemos vender nuestro cuerpo, nuestras energías y nuestras fuerzas. Aquellos famosos derechos por los que deberíamos luchar contienen la obligación violenta de trabajar para vivir y obedecer la ley de quien la otorga.

Resulta evidente cómo la mayoría de las reformas introducidas en la sociedad capitalista responden a sus propias necesidades y nada tienen que ver con una verdadera emancipación humana. En el caso de la mujer, gran parte de los “derechos adquiridos” no son más que cambios necesarios en la dinámica de explotación capitalista. Cada vez que el Estado nos hace hablar en su lenguaje, nos hace hablar de derechos y libertades democráticas, logra traficar el verdadero origen de nuestras necesidades y deseos.

Los defensores del orden afirman que la prostitución es el trabajo más viejo del mundo, para nunca decir que la más vieja prostitución del mundo es el trabajo. La democracia, con sus fragmentaciones y falsificaciones otorga derechos particulares que no permiten ver la totalidad del problema.

La mujer como cuerpo–objeto, los roles y las formas de relacionarnos impuestos por siglos de explotación siguen intocables a pesar de tanta reforma. Tanto es así que ni siquiera se frenan los excesos y las miserias más terribles.

Un gran número de mujeres son esclavas de un mercado en continuo crecimiento, alimentado por el tráfico de mujeres y niños. Se calcula que hay cuatro millones de personas traficadas por año, obligadas mediante engaño y coacciones a alguna forma de servidumbre. Sólo hacia Europa occidental son traficadas 500 mil mujeres por año.

Por poner otro ejemplo, 66 mil mujeres son asesinadas cada año en el mundo. Eso representa el 17% del total de muertes violentas (y las cifras no incluyen casos de violencia psicológica, económica o de discriminación laboral, que no suelen ser denunciados).

En Argentina un total de 295 mujeres perdieron la vida por “violencia de género” durante el 2013, lo que arroja un promedio de una mujer muerta cada 30 horas.

Los cuerpos de las mujeres han constituido y constituyen lugares privilegiados para el despliegue de técnicas y relaciones de poder, desde el control sobre la función reproductiva de las mujeres hasta las violaciones, los maltratos y la imposición de la belleza como una condición de aceptación social.

El lugar que históricamente el sistema capitalista de producción fue imponiendo a la mujer según sus necesidades de valorización no hizo más que quebrantar cada vez más la solidaridad entre quienes sufren la misma explotación. Sea un oficinista jodiendo sobre lo ajustado que le queda el uniforme a su compañera que se encuentra a dos escritorios de distancia o el obrero de la construcción que grita y denigra a quien limpia la casa al lado de la obra, que bien podría ser la casa de su jefe. O un ejemplo más extravagante: los diez “cafiolos” (proxenetas) en San Lorenzo que hicieron un piquete el fin de semana del 7 de marzo porque la municipalidad cerró los últimos burdeles que existían, reclamando porque los dejaban sin trabajo.

El sistema y sus ejecutores, representantes y falsos críticos, se alimentan de estas divisiones, se aprovechan de ellas para sostenerse en pie, sostener la desigualdad, la violencia que implica la separación de la sociedad en dos clases, la de quienes poseen los medios de producción y la de quienes sólo cuentan con sus fuerzas y energías para sobrevivir.

La única lucha posible contra la violencia que sufren las mujeres es la lucha contra la más vieja prostitución del mundo: el trabajo. Es la lucha contra el Capital y su sistema, que impone sus necesidades de más y más Capital a costa de la vida humana. Es la lucha de mujeres y hombres por la destrucción del capitalismo y por la construcción de una verdadera comunidad humana, sin propiedad privada, sin Estado y sin roles de género impuestos.



Notas:

1. Recomendamos el libro de Silvia Federici, «Calibán y la bruja», Editorial Tinta limón, 2011. Disponible tambien en la web.

2. Recomendamos ampliar el tema con el texto De la libertad, contenido en el libro «Contra la Democracia» de Miriam Qarmat, colección Rupturas. Disponible tambien en la web.