23 de mayo de 2020

[Chile] Ya No Hay Vuelta Atrás N° 3. Reflexiones en torno a la Lucha de Clases

Recibo y publico:

El boletín “Ya no hay vuelta atrás” tiene su origen en la revuelta proletaria que incendió la región chilena a partir del 18 de octubre de 2019. El estallido de la revuelta y su desenvolvimiento histórico en los meses siguientes nos llevó a crear un espacio de reflexión, análisis y crítica del desarrollo de esta nueva etapa de la lucha de clases.
Las revueltas y revoluciones proletarias deben criticarse constantemente a sí mismas, so pena de caer en el conformismo y en el terreno de la clase enemiga. La revuelta de octubre se vio finalmente interrumpida por el nuevo contexto abierto por la pandemia mundial, que acarreó una aún mayor militarización de la sociedad. El resurgimiento de un movimiento proletario con características revolucionarias está supeditado entonces a la resolución de las contradicciones internas planteadas por su propia evolución, las que se hacían cada vez más claras durante las últimas semanas de la revuelta, que comenzaba a ahogarse en el fango demócrata propiciado por la salida burguesa del -suspendido- plebiscito pactado de abril.
En efecto, no será por sus conquistas directas, nulas casi, que la revuelta podrá convertirse en revolución. Ante esta verdadera contrarrevolución “biológica” a cuyo despliegue asistimos actualmente, es que el partido difuso de la insurrección podrá madurar hasta convertirse en un partido verdaderamente revolucionario. A este respecto, podemos decir que ya coexisten en una misma época, la crítica radical de esta sociedad con su negación en actos, pero es necesario que se fundan. En este sentido, “Ya no hay vuelta atrás” es uno de esos tantos puentes que hoy se están tendiendo para unir ambos elementos necesarios para la abolición total del mundo del capital.
Este tercer número está compuesto por un artículo de nueve tesis sobre la lucha de clases en el contexto local en el contexto de la pandemia global y una entervista a un compañero anarquista prisionero en el contexto de la revuelta.
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Extractos:
«El momento histórico que atravesamos está marcado por el hecho de experimentar aquí y ahora los efectos destructivos de la relación social capitalista, de su forma específica de producir y reproducir la existencia biológica y cultural humana, subsumida a la necesidad de valorización de capital que se nos presenta hoy como un sucesivo cumulo de escenarios catastróficos. 
Asistimos al agotamiento de un modo de vida producido específicamente por la civilización industrial-capitalista, que empieza a desbordar en todas direcciones las evidencias de sus propias contradicciones internas, teniendo toda catástrofe actual la misma raíz social: el dominio de las necesidades mercantiles de la economía por sobre las necesidades humanas. La actual crisis “sanitaria” del Coronavirus es entonces sólo una expresión singular de la totalidad de la catástrofe, que es la perpetuación del modo de vida capitalista.
[...]
En los últimos 30 años de la lucha de clases, hemos presenciado el colapso del proyecto de emancipación socialista del movimiento obrero, inaugurado en 1917 y que mostraba su fracaso terminal con el colapso de la Unión Soviética en 1991, que acabó por consolidar un capitalismo de Estado totalitario del cual China es hoy su máximo exponente, pasando luego por un período plasmado en una “paz social” de gestión democrática del capital “globalizando” estas relaciones sociales, hasta este punto de la coyuntura presente del Coronavirus donde se hace evidente que empiezan a vivirse realmente las contradicciones internas (de clase, ecológicas, “económicas” de desvalorización) del desarrollo capitalista. 
El fenómeno del Coronavirus y las diferentes revueltas del 2019, pueden significar la apertura histórica real de una nueva posibilidad de ruptura respecto a la forma de vida capitalista y al desenvolvimiento de la lucha de clases a nivel global, porque si global es el capital y su destrucción, mundial puede ser la revolución de la humanidad proletarizada. El actual escenario de catástrofe será el parto de una aceleración de los ritmos de los procesos históricos de cambio del siglo XXI, en torno al desenlace de la lucha de clases, donde la humanidad proletarizada se verá enfrentada a dos opciones: o la resignación y/o derrota ante la generalización de un control estatal totalitario con el argumento de gestionar las situaciones de “catástrofes” del capitalismo, o la construcción real de comunidades de lucha proletarias para establecer nuevas formas de vida y relaciones sociales como con la biosfera escindidas de la economía capitalista y su barbarie mercantil. 
El desafío de la lucha proletaria en este siglo que nos adentramos pasa por tareas específicas complementarias: el saber conjugar al mismo tiempo la lucha colectiva insurreccional y revolucionaria —proletaria por quienes la realizan, anti-proletaria por su contenido— con la construcción de nuevas formas de vivir, de comunidades humanas que transciendan conscientemente la forma social del valor con sus relaciones mercantiles causantes del antagonismo de clase, junto a todas las formas de dominación industrial hacia el entorno natural, patriarcal entre los géneros o “racista” entre etnias culturales. 
La necesidad de una manera diferente de habitar en el mundo, requiere de “medidas comunistas” concretas para suministrar los medios de subsistencia por parte de las comunidades humanas que emerjan en ruptura histórica con el capitalismo y sus relaciones sociales. Es la puesta en común de los medios de vida como proceso histórico revolucionario, para satisfacer de manera colectiva las necesidades humanas. Esto implica romper con la propiedad privada y todas las categorías del capital (dinero, trabajo asalariado, producción de mercancías) y el Estado (como jerarquización social). Tenemos que imaginarnos en el presente, como una propuesta programática de auto-abolición proletaria, el cómo modificar radicalmente nuestras maneras de alimentarnos, de proporcionarnos abrigo, de movernos, de relacionarnos simbióticamente con el entorno natural, de convivir afectivamente, de crear, como experimentamos la vida social e individual en sus diferentes ámbitos, la totalidad de la existencia. Habrá que decidir colectivamente qué elementos utilizar de la maquinaria de producción social actual susceptible de subvertir su uso y qué desechar por completo de ésta, por sus efectos nocivos irreconciliables. El modo de producción industrial y todo aquello que envuelve debe ser cuestionado de raíz. 
Estas son tareas concretas referentes a las formas de vida comunistas que no pueden aplazarse para “después de la revolución”, necesitamos pensarlas e imaginarlas colectivamente desde hoy, incluso ponerlas en prácticas experimentalmente con todas sus limitaciones obvias sin perder de vista la lucha de clases y su articulación con ésta. La comunización de los medios de vida debe ocurrir desde el principio del proceso revolucionario, pues la lucha de auto-abolición proletaria de todas las clases sociales por venir, no puede repetir el fracaso de los procesos de “transición socialista” que eternizaron la continuación de la dominación estatal y mercantil durante las revoluciones obreras del siglo XX. 
Es necesario que la auto-organización que vimos desarrollarse en la revuelta proletaria de octubre, el surgimiento de órganos autónomos de organización como las asambleas territoriales (u otros por crear), que se extendieron por todos los rincones de la región chilena, se multipliquen como potencia de la capacidad proletaria para afrontar de manera comunitaria los escenarios de catástrofe del modo de vida capitalista presente y futuro. Así, como saber desplegar medidas de autocuidado y de solidaridad proletaria autónomas al Estado/Capital.»

22 de mayo de 2020

No es la crisis del virus, es la crisis del capital

Grupo Barbaria
8 de mayo de 2020


Con más de un tercio de la población mundial en confinamiento y buena parte de la producción y circulación de mercancías detenida a nivel mundial, nos situamos en un contexto que pareciera completamente nuevo. Sin embargo, sería imposible tratar de explicar la situación actual sin comprender la crisis irresoluble en la que se encuentra el sistema capitalista. Crisis tras crisis este sistema ha dado salidas inmediatistas a los obstáculos a los que se ha ido enfrentando. Estas salidas van acumulando una serie de contradicciones en el seno del capitalismo que antes o después saltarán por los aires. Es imprescindible acercarnos al análisis del contexto actual desde una perspectiva que sitúe la crisis del coronavirus como otro hito histórico más que se amontona a todas las cuentas pendientes que se han ido dejando por el camino.
La fragilidad del capital
El coronavirus no solo ha detenido de forma repentina los procesos de valorización del capital a nivel internacional, sino que además ha revelado cuan frágil es la economía capitalista. Desde hace unas semanas asistimos a una crisis histórica de las bolsas de todo el mundo cuyo único causante a primera vista podría parecer este virus. Sin embargo, vivimos en un sistema que se caracteriza por su lógica abstracta e impersonal, y, por tanto, el análisis que hagamos no puede ser meramente fenomenológico, sino que tiene que ir más allá de lo concreto con el objetivo de entender la invarianza que determina a este sistema.
El objetivo de la circulación del capital es su propio crecimiento, no tiene límite ni final. Por tanto, lo que define al capitalismo es precisamente esta repetición imprescindible de los ciclos de acumulación. Por otro lado, la naturaleza competitiva del capitalismo le impulsa a innovar los procesos de producción, lo que provoca la expulsión de trabajo asalariado, reduciendo en la misma medida la capacidad de producir valor. Nos encontramos, así, en un contexto en el que la repetición de los ciclos de acumulación es indispensable para garantizar la supervivencia del sistema capitalista, pero a su vez, las dificultades que sufre el capital para valorizarse son cada vez mayores. En esta encrucijada en la que la riqueza social cada vez depende menos del trabajo asalariado, el capital ficticio será un elemento fundamental no solo para sustentar, sino para impulsar el ciclo de valorización del capital.
Aunque el capital ficticio en la época de Marx tenía una importancia menor, esta cuestión se trata en el libro III de El Capital, poniendo el foco en el carácter ficticio de los títulos de deuda pública, las acciones y los depósitos bancarios. En el caso de la deuda pública, es capital que nunca se invierte, puesto que el dinero que recoge el Estado no entra en ningún circuito de valorización, solo da derecho a una participación en los impuestos que recaude. Con respecto al capital accionario, son títulos de propiedad que dan derecho a participar en el plusvalor producido por el capital.  Las acciones tienen un componente de capital real (el dinero recaudado en la emisión inicial que se invierte en forma de capital) y un componente de capital ficticio que se origina a través de la mercantilización de estos títulos, ya que adquieren autonomía, y su valor comercial se despega del valor nominal sin modificar la valorización del capital subyacente. Por último, los depósitos de los bancos constituyen en su mayoría capital ficticio, ya que los créditos concedidos por el banco no existen como depósitos. De modo que el capital ficticio es aquel que está desconectado del proceso real de valorización de capital. Su sustento es la expectativa de una generación de plusvalía en el futuro, y cuando estas expectativas desaparecen, su naturaleza ilusoria queda al descubierto.
Antes de la segunda revolución industrial la producción de capital ficticio era pequeña respecto a la acumulación de capital total, y su papel consistía únicamente en expandir las fases de auge de los ciclos industriales. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el enorme desarrollo de las industrias impone elevados costes fijos de financiación, y al mismo tiempo, el incremento de la productividad hace que estas inversiones se complementen con una menor cantidad de trabajo asalariado. Es decir, las necesidades de acumulación de capital son mayores, pero paralelamente, el proceso de valorización se encuentra también con mayores obstáculos para llevarse a cabo. El capital ficticio se convierte entonces en un sostén indispensable para garantizar la acumulación real de capital, es decir, se trata de un proceso que colabora positivamente con la producción real de valor. Durante estos años, la creación de capital ficticio se complementa con distintos mecanismos de compensación que persiguen la ampliación del mercado. Hasta 1929, estos mecanismos de compensación que pretenden contrarrestar la decreciente producción de valor se basaban principalmente en la expansión estructural y espacial, por ejemplo, el colonialismo imperialista. Tras la década de los 30, la expansión se producirá de forma interna en las potencias capitalistas con mayor composición orgánica con la aparición del consumo de masas, lo cual permitirá vender una mayor cantidad de mercancías.
En los años 70, el proceso de valorización entra de nuevo en crisis y se produce un cambio de paradigma. Las necesidades de capital ficticio que produce esta crisis exigen un nuevo orden monetario que garantice la consecución del proceso de acumulación, y que no limite la capacidad de expansión del dinero crediticio. De esta forma, en el año 1971, llega el fin de los Acuerdos de Bretton Woods, y culmina así el proceso de desvinculación de la moneda y el oro. El abandono de estos acuerdos supone el establecimiento del dinero fiduciario, esto significa que el dinero ya no se basa en el valor de metales, como el oro, sino cada vez más en un respaldo de capital ficticio, es decir, de dinero sin valor. En este contexto de crisis se desvela que no es posible dinamizar el sistema económico a partir de producción real, ya que los mecanismos compensatorios que antes describíamos están agotados. Esto significa que la única forma de dinamizar el sistema económico es a través de la producción de capital ficticio. El capital ficticio ya no funciona como un complemento, sino que es el responsable de iniciar el proceso de crecimiento. Se consolida así, una nueva dinámica de crecimiento a través de un fenómeno de sobra conocido en la actualidad: las burbujas. La finalidad de las burbujas consiste en crear capital ficticio masivamente con la esperanza de que dentro de unos años se efectúe en valor real. Este capital ficticio se acumula, hasta que llega un momento en el que se vuelve insostenible, la ilusión desaparece y se revela su naturaleza ficticia, provocando así el estallido de las burbujas.
Por tanto, el papel del capital ficticio se ha ido transformando a medida que el desarrollo capitalista ha avanzado. Si durante el siglo XIX su función era la de expandir las fases de auge, a partir de la revolución industrial se convierte en un sostén indispensable, para finalmente ser el motor del ciclo de acumulación. En otras palabras, la consecuencia última de este proceso es que el capital ficticio se desvincula casi por completo de la producción real de valor. En este sentido, es fundamental aclarar que no existe una división entre un capital saludable, el capital vinculado de la producción real de valor, y un capital nocivo, el capital ficticio o desvinculado de la producción real de valor. La proliferación del capital ficticio no constituye una abominación para el sistema capitalista. Todo lo contrario, obedece a un proceso natural que es absolutamente coherente con la lógica del sistema. Es más, sin la ayuda de éste, la economía capitalista no podría haberse desarrollado hasta tal extremo. En consecuencia, afirmar que los males del sistema se encarnan en la “financiarización” o la llamada “economía financiera” dejando de lado a la “economía productiva” resulta afirmar algo que, además de carecer de significado, es profundamente inexacto. Entender el carácter ficticio de la economía capitalista como el resultado de un proceso histórico es también fundamental, porque nos permite comprender el momento que vivimos no como algo estático, sino como una realidad que está en movimiento. De esta forma, se evidencia que, si bien existen acontecimientos inmediatos que precipitan las crisis que sufrimos, la raíz del problema es mucho más profunda, y solo si tiramos de ella, podemos conseguir una perspectiva clara.
El carácter crecientemente ficticio del capitalismo es fundamental para explicar la crisis de valor profunda e irresoluble que este sistema sufre, que no es una crisis coyuntural sino intrínseca al propio sistema. Poner el foco en el aspecto ficticio de este sistema no significa otra cosa que apuntar a la gran fragilidad que sufren los cimientos del sistema capitalista. Por un lado, porque el capital, como hemos explicado, cada vez se apoya menos en el trabajo asalariado y más sobre el capital ficticio y, por tanto, progresivamente va teniendo menos bases reales y se asemeja más a un castillo de naipes. Por otro lado, al ser las expectativas el sustento del capital ficticio, cualquier ataque a la economía, ya sea la causa un virus o una burbuja, pone en jaque al sistema, descubriendo ante el mundo su naturaleza enfermiza. En este sentido, es especialmente significativo cómo ante la propagación del coronavirus, las consecuencias en los mercados financieros han precedido a los efectos en la producción real. Únicamente la posibilidad de que las ganancias disminuyan, sea esta real o no, tiene consecuencias sobre la economía capitalista. Queda desvelada, por tanto, la esencia débil y frágil de este sistema, y cuanto más se intensifica, menos relevantes son los detonantes que nos llevan a procesos de crisis. Son las causas de esta fragilidad, y no los hitos que precipitan los cambios en las expectativas, los que nos permiten establecer una línea de continuidad entre el estado putrefacto que vivía el capitalismo en el año 2008, como consecuencia de una crisis que en realidad empezó en la década de los 70 del siglo XX, y el que vive ahora.
La huida hacia delante como salida histórica
Las consecuencias inmediatas de la propagación del coronavirus a nivel mundial son ya incuestionables. En marzo, la OIT estimó que se destruirían alrededor de 25 millones de empleos en todo el mundo debido a la pandemia. Solo un mes después, esta estimación ha aumentado hasta los 195 millones de personas que perderían su empleo entre abril y junio de este año. En contraposición, la crisis del año 2008 aumentó el desempleo mundial en 22 millones de personas. Los estudios realizados por todo tipo de organizaciones internacionales financieras calculan que la destrucción del PIB mundial será de entre un 3% y un 7%, mientras que en la crisis del 2008 fue de un 0,1%. Al margen de estimaciones, si hay algo en lo que todas estas instituciones coinciden es que estamos viviendo un colapso de la actividad económica sin precedentes, y que la incertidumbre hace que sea muy probable que se estén infravalorando los costes que se deriven de la pandemia.
El caso del petróleo es tremendamente paradigmático de la singularidad de la situación. El 11 de abril la OPEP acordó una reducción histórica de la oferta del petróleo, disminuyendo la producción de petróleo cinco veces más que en la crisis del 2008, y, sin embargo, se tendría que haber recortado el doble para equilibrar la oferta con la demanda. El 20 de abril, el fantasma de la sobreproducción volvió a aparecer haciendo que el petróleo estadounidense rozase los -37 dólares por barril, alcanzando cotizaciones negativas, algo nunca visto en los mercados petrolíferos.
Las consecuencias de esta crisis se materializan también a través de la agudización de los conflictos entre los capitales nacionales. Las relaciones entre las principales potencias que ya eran tensas debido a las distintas guerras comerciales no harán más que agravarse ante el progresivo repliegue de los Estados. En este sentido, el cierre de las fronteras y la militarización de las mismas está siendo la tónica generalizada en todo el mundo. Conforme estas tensiones se intensifican, más débiles se muestran organizaciones internacionales como la Unión Europea, que en estas últimas semanas ha puesto de manifiesto cuáles son las contradicciones inherentes a ella que le hacen ser tan frágil. La Unión Europea es una asociación enormemente artificial porque agrupa a distintos Estados con desarrollos desiguales y necesidades diferentes bajo una misma organización política y una misma moneda. Establece una ilusoria persecución de idénticos propósitos, mientras que el choque de intereses entre naciones es una cuestión plenamente irrenunciable para el capitalismo. Por un lado, el propósito de la Unión es perseguir el desarrollo económico de todos los países que lo componen, pero, por otro lado, las limitaciones de sus propios mecanismos imposibilitan dicho desarrollo.
A pesar de la excepcionalidad y la gravedad que comprende la situación que vivimos, las soluciones que se proponen alrededor de todo el mundo son irremediablemente estériles. La principal arma de la que disponen los Bancos Centrales para determinar la política monetaria de cualquier país es la fijación de los tipos de interés oficiales, es decir, el precio del dinero. Cuando, por ejemplo, el BCE necesita estimular la economía, reduce los tipos de interés de referencia para que el dinero sea más barato, esto provoca que sea más asequible pedir préstamos y aumente la inversión y el consumo. Sin embargo, conforme estos intereses se van acercando a cero, su capacidad de maniobra se va agotando. De modo que cuando los Bancos Centrales pierden una de sus herramientas más potentes, como lo es el precio del dinero, solo les queda hacer arreglos con la cantidad del dinero que circula en la economía.
En este sentido, la Expansión Cuantitativa (Quantitative Easing) es una de las estrategias que más se han utilizado durante estos últimos años para tratar de estimular la economía. El objetivo de la EC es inyectar liquidez, es decir, aumentar la oferta monetaria a través del incremento de las reservas del sistema bancario mediante la compra de activos financieros, principalmente bonos, tanto públicos como privados. La compra masiva de bonos provoca un aumento de la demanda de los mismos, que se traduce en un incremento del precio, e inversamente la rentabilidad disminuye. Es decir, su finalidad es estimular la economía inyectando dinero en el sistema financiero para bajar los tipos de interés de los activos que compra. Los tipos de interés representan el riesgo que comportan estos activos. Por tanto, a través de su bajada, la EC pretende influir en la percepción del riesgo con el objetivo de alentar a los inversores a que sigan invirtiendo. Este proceso que puede resultar algo complejo se entiende más fácilmente si se dice que consiste en crear dinero de la nada, cuya única base es el aire para influir en las expectativas de la economía. La primera vez que se puso en práctica la EC fue en el año 2001 en Japón, con la crisis del año 2008 ganó relevancia en Estados Unidos, y el BCE comenzó a usar este mecanismo en el año 2015 y no lo abandonó hasta 2019, para finalmente, reactivarlo nueve meses después. Si bien esta política se define como “no convencional”, lo cierto es que su uso cada vez se prolonga más en el tiempo y está más generalizado. La llegada de la crisis producida por la pandemia ha significado el reforzamiento de esta política en Europa, Estados Unidos y Japón, pero también ha provocado la introducción de programas de compras de activos en países como Canadá, Sudáfrica, Filipinas, Colombia o Chile, entre otros. A esto, hay que sumarle que, por primera vez, tanto la Reserva Federal como el BCE han incluido dentro de estos programas de compra de activos, la adquisición de bonos basura e incluso han abierto la puerta a comprar deuda de empresas con calificaciones más bajas.
La compra masiva de deuda por parte de los Bancos Centrales (EC) es la principal solución que ofrecen los distintos Estados en un momento en el que el nivel de deuda en todo el mundo alcanza el 322% del PIB de todo el planeta. Asimismo, el FMI prevé que los Estados de todo el mundo se enfrenten a un incremento de la deuda pública que estima en un 23%. En resumidas cuentas, lo que los distintos gobiernos de alrededor de todo el mundo nos intentan decir es que, por un lado, van a emitir más deuda pública, y, por otro lado, los Bancos Centrales van a crear dinero para fomentar su compra.
Si algo tienen en común todas estas soluciones es que son las mismas que se proponen a lo largo de todo el arco político de derecha a izquierda. Desde los gobiernos más liberales hasta los más socialdemócratas están de acuerdo en una cuestión determinante para nuestro futuro: más deuda. En este sentido, es paradigmática la discusión que se ha dado en el seno de la Unión Europea entre los países del sur y el norte. Mientras que el sur pide mutualizar la deuda y compartir el riesgo para financiarse a un menor coste, el norte opta por facilitar ayuda en forma de préstamos. Por tanto, la discusión gira en torno al riesgo que comporta la deuda, al interés que debemos de pagar por ella, asumiendo que la deuda es tan necesaria para la vida como el agua. Esta pandemia nos descubre de nuevo que el capitalismo es incapaz de resolver las crisis que surgen porque solo puede posponerlas, que es irrelevante la ideología política del gobierno de turno porque no pueden sino ofrecernos miseria una vez más.
Asumir como soluciones a esta crisis la deuda pública y el dinero sin valor conlleva a que se refuerce irremediablemente el carácter ficticio de la economía. Este capital ficticio disfrazado de nuevo remedio está muy lejos de ser nuevo, como revela el desarrollo histórico del capitalismo. El castillo de naipes que ha ido construyéndose gracias al capital ficticio prosigue su levantamiento cada vez a un ritmo mayor, incapaz de reconocer que cuanto más alto, más frágil es. Y es que, además de no ser nuevo, tampoco es un remedio, ya que su única utilidad es la de posponer y acrecentar el conflicto hasta que este sea insostenible. En palabras de Marx, el capitalismo nunca resuelve sus contradicciones, sino que las eleva a una escala superior y las reproduce a una escala ampliada.

21 de mayo de 2020

Coyuntura epidémica. Crisis ecológica, crisis económica y comunización

Francois Danel 
11 de abril de 2020

«¿Quieres saber si tienes el coronavirus? ¡Escúpele a un burgués y espera los resultados!
Solidaridad con los trabajadores.» (Marsella, Francia. Abril 2020)

La producción capitalista, que nunca ha sido «respetuosa» con los seres vivos, acabó produciendo en los años setenta y ochenta —es decir, mucho antes de la epidemia que apareció en China en el otoño de 2019— una crisis ecológica a la vez global y permanente(1) en forma de contaminación generalizada y cambio climático. Dicha crisis es global en la medida en que amenaza a largo plazo la reproducción de la biosfera terrestre, de la que también depende la vida humana. Es permanente en la medida en que es intrínseca a la subsunción real del trabajo y de la naturaleza bajo el capital. En otras palabras, pese a que representa un problema importante desde el punto de vista de la clase capitalista en todos sus Estados y bloques, no puede ser superada efectivamente en el marco de una nueva y superior reestructuración de la relación de explotación a escala mundial. Por otra parte, una reestructuración superior de esa relación, que integre mejor el discurso ecologista con pretensiones radicales, sigue siendo posible, al igual que una ruptura comunista en y en contra de esta reestructuración que la clase capitalista va a tratar de imponer.

En la pandemia del coronavirus confluyen dos procesos en principio autónomos, ya que desde los años setenta las crisis económicas y la continua destrucción de lo viviente no habían estado vinculados de forma inmediata. Sin embargo, entre noviembre de 2019 y marzo de 2020, una epidemia surgida en la ciudad de Wuhan se propagó muy rápidamente por todo el mundo, poniendo de manifiesto una vez más la gravedad de la crisis ecológica y precipitando al mismo tiempo el estallido de una crisis económica de gran envergadura, cuyo advenimiento se preveía desde la anterior, contenida pero no superada. Por una parte, la creciente contaminación de la tierra, del mar y del aire, el calentamiento global, el agotamiento del suelo y la deforestación masiva, la urbanización enloquecida que esteriliza la tierra y hace cada vez más inhabitables todas las ciudades, las epidemias cuya propagación facilita la destrucción de las barreras naturales que antaño limitaban la circulación de los virus, y la destrucción objetiva del material humano por parte de la industria farmacéutica son otros tantos aspectos de la crisis ecológica permanente, que es insuperable en el marco de los límites de la reproducción ampliada del capital. Por otra, en esta primavera de 2020, la ya notable desaceleración de la producción y el comercio, la exacerbación de las tensiones entre los Estados y los bloques, la necesidad de que esta vez todas las fracciones de la clase dominante tomen medidas radicales para relanzar la acumulación sobre una base más «sana», y sus previsibles tentativas de embarcarnos en sus conflictos internos definen la crisis económica en curso, que en cualquier caso marcará el fin del ciclo abierto en los años 70, si no la «crisis final» del sistema. Porque es a nosotros, proletarios y comunistas, a quienes corresponde sobre todo afrontar —tanto en la teoría como en la práctica— esta coyuntura epidémica de la destrucción continua de la vida y de crisis actual de reproducción del capital. No porque seamos revolucionarios por naturaleza, sino porque en esta coyuntura estamos todos en su punto de mira.

Frente a lo que sostuvo Camatte cuando teorizó la fuga de la comunidad material del capital, no existe una errancia de la humanidad (2), porque los seres humanos, divididos en primer lugar por la relación social de género, jamás han existido sino bajo modos y relaciones de producción de vida material determinados socio-históricamente. La degradación del medio ambiente natural terrestre hizo su aparición, en formas limitadas, en territorios a veces muy extensos, pero a un ritmo muy lento, mucho antes de la constitución del modo de producción capitalista. Sin embargo, para que la producción de la vida material de los numerosos grupos humanos que han poblado la Tierra llegase a ser tendencialmente destructiva de este medio ambiente, el capital tuvo que afirmarse como modo de producción dominante e imponer su desarrollo a todo el planeta, al precio de la destrucción de los antiguos modos de producción y de la integración o el exterminio de los pueblos que aún no habían sido formalmente sometidos a la esclavitud asalariada. En el transcurso de este proceso, que comenzó con la acumulación primitiva de capital pero que sólo se desarrolló a partir del afianzamiento de la producción capitalista en Europa Occidental y Norteamérica a principios del siglo XIX, cabe identificar dos momentos decisivos. En primer lugar, la subsunción real del trabajo y de la naturaleza por el capital, que tuvo lugar en torno a la Primera Guerra Mundial, con el establecimiento de la organización científica del trabajo en todos los países desarrollados y la finalización de la colonización del mundo por las potencias europeas. Después, la producción de la crisis ecológica mundial, que corresponde al desarrollo de un nuevo ciclo de acumulación y de luchas, es decir, a una reestructuración global de la relación de explotación en los años 70 y 80, que suprimió todo lo que fundamentaba aún la identidad obrera y, por tanto, la afirmación de la clase, tanto a nivel de la fábrica como de la sociedad.

Ahora bien, si la crisis ecológica se produjo en el transcurso de la última reestructuración capitalista, cabe preguntarse por qué los grupos surgidos de la ultraizquierda francesa a partir de 1968 no la integraron en la problemática de la comunización como abolición revolucionaria sin transiciones del capitalismo. Fundado en 1977, el grupo Théorie Communiste entendió perfectamente que esta reestructuración destructiva del «viejo movimiento obrero» implicaba la reproducción de la contradicción proletariado/capital bajo una forma en la que el proletariado tiende a producir su existencia de clase como una restricción exteriorizada en la clase capitalista (3). Pero ni TC ni ningún otro grupo que teorizara la comunización entendió que la reestructuración incluía desde el principio la producción de una crisis ecológica a la vez global y permanente. En efecto, tanto la forma en que se presentó de entrada el contraataque capitalista como el rechazo generalizado que se desarrolló tras la derrota obrera hicieron, por así decirlo, que el problema desapareciera antes de ser planteado. Por una parte, la clase capitalista ignoró el informe de los expertos publicado en 1972 bajo el título The Limits To Growth («Los límites al crecimiento»): relanzó la acumulación atacando primero las rigideces del trabajo en la cadena global, sin preocuparse ni por el agotamiento de los recursos (materiales + energía necesarios para la producción) ni por la contaminación generalizada (la tendencia a la destrucción de la biosfera). Por otra, las luchas (interclasistas) en el frente de la ecología política —en particular contra la producción de energía nuclear— se empantanaron rápidamente en la ideología reformista del decrecimiento, porque ponían abstractamente en tela de juicio el productivismo, no la producción de plusvalor, el capital como valor en proceso. Por último, hay que añadir a estos dos factores específicos otro más general. Al pensar la comunización en el presente de las luchas cotidianas de un proletariado actuando estrictamente como clase, TC no sólo tuvo que combatir la ideología burguesa del fin del proletariado sino también la ideología revolucionaria de la comunización a título humano, lo que le impidió, al menos en un primer momento, integrar en su labor un problema susceptible de poner a priori en tela de juicio la coherencia de la teoría que estaba elaborando.

En el seno de los límites de la reproducción ampliada del capital, la crisis ecológica no es superable. En efecto, el capital es producción por la producción misma, tendencia que las grandes crisis económicas que marcan la sucesión de los ciclos de acumulación corrigen de manera recurrente pero que reafirmada de nuevo en cada reestructuración. En otras palabras, la reproducción ampliada del valor del capital en proceso implica una producción creciente de materiales y energía (capital constante = medios de producción, especialmente maquinaria) y productos de consumo (capital variable = salarios = productos necesarios para los trabajadores). Y como la disminución tendencial de la tasa de ganancia promedio se compensa con el aumento tendencial de la tasa de explotación sólo al precio de un aumento relativo del capital constante muy superior al del capital variable, el resultado es simultáneamente un agravamiento constante de la degradación del medio natural y un empeoramiento constante de la situación social del proletariado en relación con la clase que lo explota. Cierto, la clase explotadora no puede evitar integrar en sus cálculos, al menos formalmente, la degradación catastrófica de la biosfera, y ante todo en la medida en que esta degradación afecta al trabajo global que requiere para valorizar al máximo el capital global acumulado. Por ejemplo, debe reflexionar sobre las formas de conservar la fuerza de trabajo y limitar así el impacto de futuras epidemias, sabedora de que ya no puede impedir la propagación acelerada de los virus. Igualmente, debe reflexionar acerca de la forma de limitar el impacto, ya significativo, de la urbanización y el agotamiento del suelo como consecuencia de la producción de alimentos. Ahora bien, su comprensión de todos los llamados problemas ecológicos es sólo formal, ya que no puede cuestionar la producción continuada de plusvalor. La crisis ecológica no es la contradicción del capital, que sigue siendo la explotación —o más bien las dos contradicciones mutuamente entrelazadas de la explotación de clase y la división de género— pero la lucha de clase del proletariado, siempre entorpecida por sobredeterminaciones (como la racialización), también está sobredeterminada ahora por el hecho de que la reproducción del capital amenaza la reproducción de la vida humana.

En la actual coyuntura epidémica, los comunistas necesitan, claro está, una visión políticamente activa de la fractura que puede producirse, a nivel de la experiencia vivida, entre clases (4). La fractura en el seno de las poblaciones confinadas, entre los proletarios, hombres y mujeres, gran parte de los cuales ha sido requisada en todos los países para dar el callo —en la fábrica, en el supermercado, en el hospital— y los capitalistas, que se esfuerzan por preservar sus condiciones inmediatas de explotación la que vez que cavilan sobre los medios de relanzar la acumulación más allá de la necesaria purga del capital ficticio. No obstante, no podemos ir más rápido que el viento, pese a que ya esté soplando con mucha fuerza. Por un lado, la epidemia de Covid se presenta inmediatamente como una perturbación exterior a la sociedad global, no sólo para la clase capitalista, sino también para la masa del proletariado e incluso para la mayoría de los revolucionarios. De ahí la adhesión formal de los proletarios al confinamiento, criticable no sólo desde un punto de vista comunista, sino incluso desde un punto de vista científico, y las fórmulas abstractas radicales del tipo «todo está ligado al modo de producción capitalista» (5). Desde un punto de vista comunista, el deseo de los proletarios cuyo trabajo se considera esencial de quedarse en casa, de recibir su salario sin trabajar, es muy comprensible, pero participa de la atomización del proletariado, y por tanto de la paz social que la clase enemiga necesita para reestructurar. Desde un punto de vista científico, cabe preguntarse si el confinamiento es realmente útil para contener una epidemia, plantear que en principio todavía hay que identificar muy rápidamente a los portadores del virus e imponer cuarentenas selectivas, y constatar que, de hecho, las autoridades sanitarias, pasando de la inacción al pánico, han confinado a falta de algo mejor (6). Por otra parte, si el confinamiento más o menos general de las poblaciones tiene más de confesión del fracaso sanitario de los Estados que de respuesta racional a la epidemia y si no puede ser mantenido indefinidamente al mismo nivel —muy elevado— que se ha alcanzado en China e incluso, en menor medida, en varios Estados europeos, existe el riesgo de que el desconfinamiento sea parcial y selectivo. A este respecto, la crítica del análisis de los camaradas chinos de Chuang por los camaradas italianos de Il Lato Cattivo (7) es criticable a su vez: bajo las condiciones de la epidemia se puede realizar un experimento de contrainsurgencia a título preventivo. Tanto en China como en Europa o en Estados Unidos (not so great again), el Estado, separado de la lucha de clases para mejor intervenir en ella, no necesita tener una estrategia perfectamente a punto: la contrainsurgencia es como la reestructuración: se improvisa contra los proletarios en el transcurso de las luchas.

«¿Quieres saber si tienes el coronavirus? ¡Escúpele a un burgués y espera los resultados! Solidaridad con los trabajadores.» Este mensaje, pintado en una sábana en el centro de Marsella anuncia muy bien el rumbo que estamos obligados a tomar, so pena de muerte, no debido al «enemigo invisible» sino debido a nuestro enemigo más visible y activo: la clase capitalista. Todos y todas tenemos una gran necesidad de salir. No sólo para ir a currar, hacer cola ante la puerta del supermercado o hacer un poco de ejercicio cada cual en su rincón, y ni siquiera para hacernos tests (aunque eso no estaría de más), sino para luchar juntos contra la explotación agravada que nos están imponiendo. ¡Un poco de aire! ¡Muerte al miedo! ¡Muerte a la Unión Sagrada Sanitaria!


Notas:

1 Concepto a construir, en la perspectiva de la comunización.

2 Errancia de la humanidad, 1973, en la red.

3 Véanse los análisis de Théorie Communiste, en su sitio.

4 Roland Simon sobre el texto de Chuang, Social Contagion, en el sitio https://dndf.org

5 Coronavirus, croissance de l’État, et reproduction, https://dndf.org

6 Lorgeril, Science du confinement ou Confinement de la science ?, en la red.

7 Covid-19 et au-delà, en https://dndf.org


3 de mayo de 2020

On activism, theory, the individual and revolutionary organization

Aquí está la traducción al inglés de mi texto «Sobre activismo, teoría, individuo y organización revolucionaria. Un debate imaginario entre algunos compañeros», gracias al compañero de Malcontent Editions. Se agradece su difusión y discusión entre sus contactos angloparlantes. Proletarios de todo el mundo: ¡teoría y práctica revolucionarias para la autoliberación individual y colectiva!

«Here is the translation of part two of the series written by the comrade of Proletarios Revolucionarios, let’s let the introduction speak for itself:

On activism, theory, the individual and revolutionary organization. An imaginary debate between a few comrades

This text, composed for the most part of key fragments from texts by other historical and international comrades on the themes proposed, is the continuation or second part of my text “The self-abolition of the proleariat as the end of the capitalist world (or why the current revolt doesn’t transform into revolution”, and it’s a tentative and provisional response to the question “So what should we do then?”»

2 de mayo de 2020

The self-abolition of the proletariat as the end of the capitalist world

Agradezco al compañero de Malcontent Editions por traducir al inglés mi texto «La autoabolición del proletariado como el fin del mundo capitalista (o porqué la revuelta actual no se transforma en revolución social)». Como toda traducción de materiales revolucionarios a otro idioma, es un gesto de internacionalismo proletario. Y más específicamente hablando, es una forma de hacer accesible este texto al público angloparlante. Se agradece su difusión y su discusión entre sus contactos de habla inglesa. Proletarios de todo el mundo: ¡dejad de serlo!

«Here is the translation of a recent text from a comrade of the now defunct group Proletarios Revolucionarios (Quito, Ecuador) which attempts to clarify the reason why past and current struggles don’t expand from local revolts to the global revolution that needs to be assumed for the survival of the species, placing an emphasis on the need for the proletariat to not only recognize our condition and fight against the capitalist class, but to recognize the need for us to abolish our condition as proletarians itself and therefore the capitalist conditions that have created our class. This text is part one of a two part series, part two will be published here very soon and a pdf compiling both is in the works.»

[«Aquí está la traducción de un texto reciente de un compañero del ya desaparecido grupo Proletarios Revolucionarios (Quito, Ecuador), que intenta clarificar la razón por la cual las luchas pasadas y actuales no se expanden de revueltas locales a la revolución global que necesita ser asumida para la supervivencia de la especie, poniendo énfasis en la necesidad de que el proletariado no sólo reconozca nuestra condición y luche contra la clase capitalista, sino que reconozca la necesidad de abolir nuestra condición de proletarios por nosotros mismos y, por lo tanto, las condiciones capitalistas que han creado nuestra clase. Este texto es la primera parte de una serie de dos partes, la segunda parte se publicará aquí muy pronto y una compilación en PDF de ambas está en proceso.»]

1 de mayo de 2020

1° de Mayo Internacionalista, Anticapitalista y Revolucionario

Compañeras y compañeros, este 1º de Mayo la memoria y la lucha no se apagan. Invitamos a la transmisión en vivo donde compartiremos reflexiones, lecturas y música.

Viernes a las 17 hs. (ARG-URU-PAR) / 16 hs. (CHI-BOL-VEN) / 15 hs. (MEX-ECU-PER-COL) / 22 hs. (ESP)


Temperamento Radio en YouTube: https://youtu.be/-lq_KBhgbhY


El trabajo mata. El trabajo enferma. «Me matan si no trabajo y si trabajo me matan.» La existencia del trabajo mata, tengamos o no un empleo. Matan e invalidan los automóviles que transportan o van y vienen del trabajo. Matan, invalidan y enferman las máquinas del taller y la fábrica. Mata, golpea y humilla la división sexual del trabajo. Mata y envenena la producción de alimentos y materias primas. Mata y hambrea y la falta de trabajo. Mata mediante suicidio y enferma la falta de trabajo. El trabajo es la peste.

Luchemos por abolir la sociedad del trabajo, y por tanto de la propiedad y de su administrador: el Estado.

¡Viva el 1° de mayo! ¡Viva la revolución social!

***

Boletín La Oveja Negra N° 70 (Mayo 2020) - Descargar PDF


«¡Abajo el trabajo!

Desde el comienzo dijimos que no se trata de accidentes. Porque hay desidia y desprecio de los patrones, sea este un particular o el mismísimo Estado. Estos “accidentes” son responsabilidad absoluta de quienes mantienen y se benefician de este orden capitalista: patrones, empresarios, sindicalistas y gobernantes. Ellos son quienes calculan las pérdidas en dinero, se rompa una maquinaria, se pierda una licitación, pierdan un juicio o se muera un trabajador.

No fueron hechos aislados, son el resultado del ahorro patronal, de la falta de control estatal en connivencia con los sindicatos. Podemos afirmar que si pudieron evitarse no son accidentes, son asesinatos. Pero ¿pueden evitarse completamente? La triste realidad es que no, porque como señalábamos al comienzo de eso se trata el mundo del trabajo: de generar ganancias y no de crear lo necesario para vivir y cuidar a quienes trabajamos. Esto queda demostrado en las denominadas “huelgas a reglamento” (o “huelgas de celo”), la cual consiste en que los trabajadores cumplan estrictamente la normativa laboral de salud e higiene, y con rigurosa aplicación de las disposiciones de los convenios laborales. Esto causa una paralización de la actividad, dejando en evidencia que el trabajo precisa hacerse mal, rápido y a lo bruto para que funcione y genere las ganancias necesarias.

Hay, entonces, una necesidad que nos lleva más allá del trabajo, y es la de generar una profunda transformación social.

Es a partir de nuestras condiciones de existencia que sacamos las lecciones para “hacer teoría” y no tenemos “principios” previos a los hechos. El malestar y la necesidad que padecemos quienes trabajamos, las situaciones de precariedad y peligro a las que nos vemos sometidos, nos fuerzan a tomar conciencia de la sociedad en la que estamos y a la cual contribuimos día a día a mantener. De nosotros depende ampararnos en personajes que nos quieren dirigir y nos llevan a diversos callejones sin salida o comenzar a pensar y explorar otras posibilidades. Para esto es importante que no confundamos la defensa de la fuerza de trabajo con la defensa de la fuente de trabajo. Ni defendamos la ganancia de los explotadores. Ni confiemos en quienes viven de nuestro esfuerzo. No sirve atacar individuos sin atacar su rol social. Es cierto que la injusticia no es anónima, tiene nombre y dirección, pero cambiarle el rostro y mudarla no acaba con la injusticia.

En 1886, los proletarios revolucionarios recordados como “los mártires de Chicago” luchaban en lo inmediato por las 8 horas, es decir, por trabajar menos. Y luchaban también por la revolución social, por el comunismo y la anarquía. La revolución social no es algo diferente de nuestras necesidades urgentes, aunque tampoco es simplemente la suma de nuestras reivindicaciones inmediatas. Las reivindicaciones por menos horas de trabajo o para no exponernos a determinados riesgos en nuestros lugares de trabajo, manteniendo el mismo salario, son un ataque directo a nuestros explotadores, a su ganancia. Asumamos esa lucha hasta el final.

Y eso significa reapropiarnos de los medios para la satisfacción de las necesidades de alimento, techo, vestimenta, placer, comunicación y transporte, con el objetivo de atacar al Capital y abolir las clases sociales y el Estado. El salto entre las revueltas y la revolución no se resuelve con una unificación política o sindical del proletariado sino por las rupturas necesarias con el orden existente.

¡Viva el 1° de mayo! ¡Viva la revolución social!»

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EL TRABAJO ES UN CRIMEN
Herman J. Shuurman (Holanda, 1924)
Lazo Ediciones (Rosario-Argentina, 2019)

«Hay, en el lenguaje, algunas palabras y expresiones que debemos suprimir, porque designan conceptos que forman el contenido desastroso y corruptor del sistema capitalista.
Comenzando con la palabra “trabajar” [werken] y todos los conceptos relacionados con ella – trabajador u obrero [werkman of werker] – tiempo de trabajo [werktijd] – salario [werkloon] – huelga [werkstaking] – desocupado [werkloos].
El trabajo es la afrenta y la humillación más grande que la humanidad ha cometido contra ella misma.
Este sistema social, el capitalismo, está basado en el trabajo; ha creado una clase de hombres que deben trabajar —y una clase de hombres que no trabajan. Los trabajadores son obligados a trabajar, sino mueren de hambre. «Quien no trabaja no come», profesan los poseedores, que por otro lado pretenden que calcular y embolsarse sus ganancias, también es trabajar.
Hay desempleados y desocupados. Si los primeros están sin trabajo sin tener la culpa, los segundos simplemente no trabajan. Los desocupados son los explotadores que viven del trabajo de los trabajadores. Los desempleados son los trabajadores a los que no se les permite trabajar, porque no pueden sacar provecho de eso. Los propietarios del aparato de producción fijaron el tiempo de trabajo, instalaron los talleres y ordenaron en qué y cómo los trabajadores deben trabajar. Éstos reciben justo lo suficiente para no morir de hambre y a penas son capaces de alimentar a sus hijos durante sus primeros años de vida. Luego estos hijos son instruidos en la escuela el tiempo necesario para poder ir a trabajar cuando les toque el turno. Los poseedores también hacen instruir a sus hijos para que ellos también sepan cómo dirigir a los trabajadores.
El trabajo es la maldición más grande. Produce a hombres sin espíritu y sin alma.
Para hacer trabajar a los demás en su beneficio, se debe tener poca personalidad, y para trabajar se debe tener también poca personalidad; es necesario arrastrarse y traficar, traicionar, engañar y falsificar.
Para el rico pudiente, el trabajo (de los trabajadores) es el medio de procurarse una vida fácil. Para los trabajadores es una carga de miseria, un triste destino impuesto desde su nacimiento, que les impide vivir decentemente.
Cuando paremos de trabajar, la vida comenzará por fin para nosotros. El trabajo es el enemigo de la vida. Un buen trabajador es una bestia de carga con patas rugosas, mirada embrutecida y sin vida.
Cuando el hombre se vuelva consciente de la vida, no trabajará nunca más.
Con esto no quiero decir que simplemente haya que abandonar al patrón mañana y ver luego cómo hacer para comer sin trabajar, con la convicción de que así comienza la vida. Ya es de por sí bastante malo estar constreñidos a vivir sin un florín y no trabajar, teniendo desde entonces, en la mayoría de los casos, que vivir a costa de los compañeros que tienen trabajo. Si eres capaz de ganarte el pan saqueando y robando —como dicen los honestos ciudadanos— sin hacerte explotar por un patrón, mejor que mejor; pero sin embargo no creas que así se resuelve el gran problema. El trabajo es un mal social. Esta sociedad es enemiga de la vida y es sólo destruyéndola, junto con todas las sociedades de animales laborales que la sigan —es decir revolución tras revolución— que el trabajo desaparecerá.
Es sólo entonces que vendrá la vida —la vida rica y plena— donde cada uno llegará, a través de sus instintos puros, a crear. Entonces cada hombre será creador de su propio movimiento, y producirá únicamente lo que es bueno y bello: lo que es lo necesario. Entonces no habrá hombres–trabajadores, entonces cada uno será hombre; y por necesidad vital humana, por necesidad interior, cada uno creará inagotablemente lo que, bajo condiciones razonables, cubra sus necesidades vitales. No habrá un horario de trabajo ni un lugar de trabajo, ni gente desocupada o desempleada. Sólo entonces habrá vida —una vida grandiosa, pura y cósmica, y la pasión creadora será la felicidad más grande de la vida humana sin constreñimiento, una vida donde no existan las cadenas del hambre ni del salario, del tiempo ni del espacio, y donde no habrá más explotación por parte de los parásitos—.
Crear es un placer intenso, trabajar es un sufrimiento intenso.
Bajo las relaciones sociales criminales actuales, no es posible crear.
Todo trabajo es un crimen.
Trabajar es colaborar con la creación de la ganancia y la explotación; es colaborar con la falsificación, con el engaño y el envenenamiento; es colaborar con los preparativos de guerra; es colaborar con el asesinato de toda la humanidad.
El trabajo destruye la vida.
Si lo comprendemos bien, nuestra vida tomará otro sentido. Si sentimos en nosotros mismos ese impulso creador, se expresará a través de la destrucción de este sistema cobarde y criminal. Y si, por las circunstancias, debemos trabajar para no morir de hambre, hace falta que a través de este trabajo, contribuyamos al hundimiento del capitalismo.
¡Si no trabajamos por el hundimiento del capitalismo, trabajamos por el hundimiento de la humanidad!
He ahí el porqué nosotros vamos a sabotear conscientemente cada empresa capitalista. Cada patrón sufrirá pérdidas causa de nosotros. Allí, donde nosotros, jóvenes rebeldes, seamos obligados a trabajar, las materias primas, las máquinas y los productos serán obligatoriamente puestos fuera de funcionamiento. Saltarán a cada instante los dientes del engranaje, los cuchillos y las tijeras volarán en pedazos, las herramientas más indispensables desaparecerán de la vista —nos enseñaremos los unos a los otros las formas y maneras de hacerlo—.
No queremos ser destruidos por el capitalismo: por eso el capitalismo debe ser destruido por nosotros.
Queremos crear como hombres libres, no trabajar como esclavos; por eso vamos a destruir el sistema de la esclavitud. El capitalismo existe gracias al trabajo de los trabajadores, ahí el porqué no queremos ser trabajadores y por qué vamos a sabotear el trabajo.»

Primero de mayo, contra el trabajo

1 DE MAYO: “ME MATAN SI NO TRABAJO, Y SI TRABAJO ME MATAN”


Levantarse en una mañana fría, sin haber descansado bien, pensando con angustia sobre el futuro. Ir a esperar micro o metro, junto a una gran cantidad de personas que, al igual que unx, deben ir al trabajo. El transporte también va lleno. ¿Cuál era la distancia segura? ¿Un metro y medio? ¿Dos metros? Lo único seguro es que es imposible mantenerla. La locomoción colectiva está hecha para transportarnos hacinadxs. Mientras más personas entren en un menor espacio, mejor. Mejor para los que lucran con ello, claro. Pero no importa. Debemos seguir. Llegar al puesto de trabajo, probablemente en un espacio cerrado, con mala ventilación, pocas y limitadas medidas de resguardo, exceptuando las que nacen de la propia iniciativa individual o colectiva. Y así toda la jornada laboral, expuestxs al riesgo que los medios se encargan de convertir en paranoia. Termina el día, vuelta a casa. Una hora o más viajando. Mismas condiciones insalubres que en la mañana. Y el hogar, que por todos los medios oficiales se publicita como un lugar seguro, en el que debiéramos encontrar cariño y refugio, a menudo no es más que una fría reanudación de las relaciones opresivas y mercantilizadas de la sociedad entera. Los casos de violencia y abuso contra mujeres y niñxs se multiplican. Pero no se puede escapar. Afuera, el toque de queda, la amenaza uniformada que hace unos meses ha vigorizado su impune brutalidad. ¿Dejarlo todo? Significaría asumir el hambre, quedarse sin techo, sin acceso a los mínimos servicios que este sistema puede ofrecer. Sí, el trabajo nos mata por acción u omisión. Y esta realidad, atenuados unos aspectos, recrudecidos otros, se repite en todo el país. En todo el planeta.

Y es que este mundo gira en torno al trabajo. Nuestro trabajo. Es decir, nuestra explotación. El riesgo de contagiarnos por COVID-19, de esparcir el virus en la población, no puede poner en riesgo la “vida” de la economía. Así lo han reconocido abiertamente empresarios y políticos. “Hemos optado por seguir operando, (…) parar es una sobrerreacción que no tiene sentido” (Arturo Clement, presidente de SalmonChile). “No podemos matar la actividad económica por salvar vidas” (Carlos Soublette, presidente de la Cámara de Comercio de Santiago). Arranques de honestidad de la clase dominante, que confirman lo que todxs, de una u otra manera, ya sabemos.

Para asegurar la continuidad de este modo de vida basado en la explotación, el trabajado ha sido revestido de un aura de santidad. Existe toda una moral construida en torno a él. Pareciera ser lo más natural del mundo: que nuestras vidas sean consumidas en labores la mayor parte del tiempo desagradables, cuya utilidad desconocemos o no nos interesa conocer, con el único fin de asegurarnos lo mínimo para sobrevivir y volver al día siguiente a producir. Y consumir. Sin parar.

Pero la actividad humana creativa, intelectual y física, no se despliega bajo la forma del trabajo como se nos presenta hoy. Todo lo contrario. Se encuentra secuestrada y sofocada por este. La función del trabajo en la sociedad capitalista es solo generar ganancias para la clase propietaria. De esta forma, la humanidad queda despojada de la capacidad de decidir sobre su presente y porvenir. Se encuentra alienada. Física y mentalmente. Son las cosas que producimos en la explotación del trabajo, las mercancías, las que finalmente nos poseen. No nosotrxs a ellas, aunque paguemos por tenerlas. El salario con el que pagamos es la fracción que la clase capitalista nos asigna, luego de quedarse con buena parte del valor que generamos (plusvalor), para que sobrevivamos y mantengamos en circulación las mercancías y el dinero. A su vez, el trabajo determina roles en la sociedad dependiendo de nuestras características biológicas (sexo, “raza”), que perpetúan y maximizan sus beneficios.

Ahora, quieren acostumbrarnos a su desvergonzadamente anunciada “nueva normalidad”. El show debe continuar, la economía no puede verse amenazada, tenemos que volver a nuestros puestos de trabajo, aunque bajo anuncios de planes de “retorno seguro”.

Son las aglomeraciones directamente relacionadas con la dinámica del trabajo las que concentran el mayor riesgo de contagio de COVID-19: en el transporte público y en los mismos centros laborales. Estos sitios no han detenido su continuidad. Sin embargo, se restringen aquellas actividades que conllevan menos peligro de contagio, como paseos por parques o plazas, que no exigen hacinamiento alguno. Se endurece la dictadura de la economía. Se implementan por la fuerza los sueños de nuestros patrones: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Se permite en el intertanto un paseo por los templos de consumo. Producir y consumir. Militares en las calles. Aislamiento social. Que no quede rastro de comunidad.

La pandemia del coronavirus ya no deja espacio para dudas. La naturaleza asesina del trabajo ha quedado totalmente al descubierto.

Pero también hace solo unas semanas colmábamos las calles de vitalidad subversiva. No nos hemos olvidado de aquello. La normalidad que nos condena a la enfermedad y la muerte parecía saltar por los aires. Ni la represión ni el encuadramiento demócrata lograban plenamente su objetivo de desactivar la revuelta. Hoy debemos prepararnos para protagonizar un nuevo capítulo en la lucha por recuperar nuestras vidas contra la dictadura del Capital.

Tal como hace más de un siglo el movimiento obrero se alzó en Estados Unidos, como lo hacía en todo el mundo, contra la explotación, exigiendo trabajar menos, hoy retomaremos una nueva oleada revolucionaria, por emanciparnos de nuestra condición de esclavxs asalariadxs.

Combatamos las medidas del Capital, que solo aplicarán represión para intentar contener una crisis que le es inmanente e inevitable. Defendamos la autonomía de clase frente a toda la institucionalidad burguesa y sus agentes que pretenden erigirse como nuestrxs representantes.

No por nada la palabra “trabajo” deriva del latín “tripalium”, instrumento de tortura similar a un cepo. Abajo el trabajo. Viva la actividad humana libre de toda explotación y mercantilización, solidaria, comunitaria y creativa.

¡ABOLICIÓN DEL TRABAJO!

Santiago de Chile 
1° de Mayo de 2020
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PRIMERO DE MAYO, CONTRA EL TRABAJO

Comunidad de Lucha N° 9. Santiago de Chile


Llega otro primero de mayo y quienes nos posicionamos del lado del anticapitalismo nuevamente nos vemos enfrentadxs a la propaganda del Estado y Capital, que quisieran hacer de esta fecha un día en el que festináramos nuestra condición de servidumbre.

Si bien no podríamos esperar otra cosa de los defensores de la dominación, lo que nos preocupa y concierne en tanto que anticapitalistas es encontrarnos cada año con una reivindicación similar del trabajo por parte de la ultraizquierda y los ‘anticapitalistas’ en general. Para éstos el problema del trabajo casi siempre radica en la apropiación por parte de la burguesía del fruto de nuestra actividad, y su ‘solución revolucionaria’ consiste en arrebatar a la burguesía su poder privativo sobre los frutos de este, o bien los instrumentos de trabajo. Aunque, en la práctica, dichos movimientos se dediquen únicamente a disputar con el Estado, la patronal y las burocracias sindicales mejoras en el sistema de explotación asalariada, mejoras que, por cierto, el Capital necesita para asegurar su progreso y supervivencia en el tiempo.

Pero en realidad el trabajo, como comúnmente lo entendemos en nuestros días, se refiere a un tipo de actividad precisa, perteneciente a un estadio histórico preciso: el de la civilización capitalista.

El triunfo de la revolución burguesa intensificó y expandió el trabajo asalariado y la producción de mercancías a cada rincón del globo, despojando a las personas y a sus comunidades de la tierra y enviándolas a las fábricas. Desprovistas de todo y obligados a satisfacer sus necesidades a través del consumo de mercancías, las personas se vieron en la obligación de vender su propia actividad como fuerza de trabajo a quienes dominaban, convirtiéndose en el proletariado; la clase cuya vida fue reducida a mercancía junto con todo lo demás por la dictadura de la economía.

Siendo el dinero el mediador social absoluto y su carencia el equivalente a la muerte en la sociedad capitalista, lxs proletarixs nos vemos arrojadxs cada día de manera frenética a las tareas necesarias para obtenerlo. Así, sea en el trabajo asalariado, autoexplotándonos en el comercio informal o incluso en el trabajo doméstico (trabajo no remunerado e históricamente asignado a las mujeres, sin el cual las otras formas de explotación no podrían haberse sostenido) esta obligación nos saca cada día de la cama para que nos precipitemos a transportes atestados y así cumplir con los horarios asfixiantes de una actividad que muchas veces nos resulta ajena y tediosa, y a la que lo único que nos liga es la necesidad de remuneración económica para la satisfacción de nuestras necesidades mercantilizadas. Esto hace del estrés, las vejaciones, la humillación, la enfermedad, el aislamiento y la locura la tónica habitual de la actividad productiva y, por tanto, de la vida de la humanidad proletarizada. Así, nos ‘ganamos la vida’ en el trabajo, mientras la vida se nos escapa.

Como si fuera poco, las nulas garantías de seguridad en las que todavía pretende justificarse la existencia de este orden miserable se desmoronan a causa de su propio progreso: el trabajo de cada ser humano (es decir, su tiempo) vale cada vez menos porque los capitalistas están obligados a encontrar formas cada vez más elaboradas de abaratar los costos de producción para obtener ganancias y mantenerse activos en la competencia, lo que propicia la precarización constante del trabajo. En el territorio dominado por el Estado chileno conviven esquizofrénicamente la imagen de una potencia económica en línea recta a la abundancia, y la realidad de una sociedad que se cae a pedazos por falta de trabajo y por exceso de él: quien no está cesante y desesperado intentando encontrar la forma de ganarse la vida, está corriendo como loco entre el trabajo, la casa y el consumo, gastándose la vida en una espiral de alienación que sólo aumenta.

El problema es que tanto para los defensores declarados del orden como para quienes pretenden oponerse a este, el trabajo se asume con una naturalidad tal que pareciera que las diferencias que a veces ponen en bandos irreconciliables a unos y otros consiste únicamente en cómo gestionar el sistema de explotación asalariada y el capital que este reproduce.

Una perspectiva radical del anticapitalismo, en cambio, supone acabar con todos los pilares en los que se funda el Capital, incluyendo aquella actividad que le da vida a cambio de robarnos la nuestra. Somos nosotrxs, lxs proletarixs, quienes echamos a andar la máquina capitalista con nuestra actividad enajenada. Somos nosotrxs, por tanto, quienes podemos ponerle freno: si el proletariado es la clase cuya actividad echa a andar el capital, entonces la supresión revolucionaria del capital implica necesariamente la autosupresión de nuestra clase, junto con todas las clases, el Estado y el dinero.

¡MUERTE AL TRABAJO, AL ESTADO Y EL DINERO!
¡PROLETARIXS DEL MUNDO, DEJEMOS DE SERLO!