Nota de Un Proletario: Desde Asturias, recibimos y publicamos un excelente y necesario texto en estos tiempos sobre capitalismo y patriarcado, trabajo asalariado y trabajo doméstico, el 1° de mayo y el 8 de marzo, la lucha de clase y la lucha de género, desde una perspectiva revolucionaria, comunista.
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La Leonera Nº1. Contra el trabajo
A propósito del 1 de Mayo y el 8 de Marzo
Hoy la mayoría de los explotados y explotadas vivimos la explotación y la opresión siempre hayan existido, que no pueda existir otra forma de vivir, de relacionarnos entre seres humanos. Vivimos nuestras desgracias como un destino terrible que nos ha tocado vivir. Eso hace que, actualmente, busquemos las soluciones en algo ajeno a nosotros mismos (las promesas de políticos o sindicalistas, la autoayuda, la secta de moda, el psiquiátra…).
Nadie o casi nadie se atreve a día de hoy
a hablar de revolución, de transformación radical… a lo sumo se aspira a
la consecución de pequeñas reformas o a la solución de tal o cual
problema particular, al reconocimiento de alguna identidad ya sea
nacional o de cualquier otro tipo. Nosotros, como explotados y
oprimidos, no queremos que se reconozca nuestra identidad como
trabajadores, queremos dejar de serlo, negar lo que nos niega. Hablar de
revolución puede sonar extremista o utópico (y fuera de moda), sin
embargo, extrema es la violencia que sufrimos cada día, extrema es la
amenaza que pesa más y más cada día sobre la vida misma. La guerra
contra la vida, conflicto que no tiene fronteras, y sea cual sea el
punto del capitalismo en que vivamos, en cualquier lugar del mundo en
que nos encontremos, por mucho que nos digan lo privilegiados o lo
desafortunados que somos, todos y todas estamos heridos y marcados por
ella. Lo utópico es pensar que esta catástrofe, este absurdo vital
cotidiano pueda solucionarse con pequeños parches que solo sirven para
continuar apuntalando este sistema.
Han hecho falta siglos de represión y de
violencia para que los explotados y explotadas aceptemos sin más la
explotación. Desde los cercamientos de tierras y el ordenamiento del
trabajo reproductivo históricamente feminizado a la parcelación de
nuestras vidas según horarios y obligaciones, nos lo han quitado todo:
los lazos que nos permitían sentir en común, los medios para hacernos
cargo de nuestras necesidades y responsabilidades. Nos han convertido en
sumisas, en personas dependientes, sin sueños, encadenadas a
insoportables rutinas de extenuación física y psicológica, de
explotación, de aislamiento, de consumo y de obediencia.
Recientemente hemos asistido a una nueva
conmemoración del Primero de Mayo, la festividad del trabajo. Que con el
paso del tiempo este evento (como ha pasado también con tantos otros)
haya sido despojado totalmente de su contenido, se haya convertido (por
lo general) en una farsa, en un ritual vacío y aburrido, en una ofrenda a
la servidumbre voluntaria, no debemos olvidar lo que está en el origen
de su conmemoración: la lucha por la revolución social, la lucha contra
el trabajo, el antagonismo con lo existente.
Ha pasado más de un siglo desde aquellos
sucesos de 1886. Se argumentará que han cambiado mucho las cosas, pero
lo cierto es que no han cambiado para nada en lo fundamental: seguimos
perdiendo nuestras vidas trabajando, camino del puesto de trabajo,
reponiendo nuestras energías para volver a la carga, buscando trabajo o
formándonos para el trabajo. Si se ha conseguido que hablar de trabajo
equivalga a hablar de actividad es gracias al triunfo de la ideología
dominante; muestra hasta qué punto hemos interiorizado el lenguaje del
amo. Sin embargo, “trabajo” es la forma que ha adquirido la actividad
humana en el capitalismo, una forma que vuelve al ser humano mercancía y
lo obliga a relacionarse con el resto de personas y de las cosas a
través de mercancías. Pensemos que incluso nuestras relaciones más
íntimas con otros individuos se conciben tambien de una forma muy
similar al trabajo, como un intercambio de intereses.
Pese a las diversas alucinaciones
cibernéticas o de otro tipo, el trabajo sigue siendo central en la
sociedad capitalista. Es central para el Capital porque de él depende.
El capitalismo necesita ponernos a trabajar para crear valor, su más
valioso combustible. A los proletarios se nos obliga a vender nuestra
fuerza de trabajo para sobrevivir: nuestra actividad humana está
secuestrada por la economía, que la separa de nosotros. Esto nos hace
olvidar que de hecho somos nosotros los que reproducimos este mundo. El
Capital es un monstruo hecho por el ser humano, y no un misterioso
fantasma que flota sobre nuestras cabezas, fuera de nuestro alcance. La
creencia generalizada de que las personas no pueden cambiar el mundo
tiene su origen en esta separación. La sensación de sinsentido y la
apatía también pueden rastrearse en el hecho de que nuestra actividad
está separada de nosotros y vuelta en nuestra contra como una fuerza
extraña.
Los hechos aparentemente más normales:
que cada cual no disponga más que de su fuerza de trabajo; que, para
vivir, deba venderla a una empresa, que todo sea mercancía, que las
relaciones sociales giren alrededor del intercambio, todo esto no es de
hecho más que el resultado de un proceso violento y prolongado.
Hoy la sociedad, por su enseñanza, su
vida ideológica y política, enmascara las relaciones de fuerza y la
violencia pasada y presente sobre la que se ha establecido esta
situación. Disimula a la vez su origen y el mecanismo de su
funcionamiento. Todo aparece como el resultado de un contrato libre en
que el individuo, portador y vendedor de su fuerza de trabajo, encuentra
la empresa. La existencia de la mercancía es presentada como el
fenómeno más cómodo y natural posible.
Esta sociedad mercantil generalizada
esconde que tuvo un inicio para ocultar que puede tener un final. El
trabajo tal como lo conocemos, el valor, la mercancía, el Capital… son
procesos recientes teniendo en cuenta la larga historia del ser humano
sobre la Tierra.
El trabajo no sólo aparece como algo
natural, sino incluso como algo que dignifica a quien lo realiza, pero
quienes sufrimos la explotación (cuando no estamos completamente
alienados y el trabajo se ha convertido en nuestra vida), sabemos que no
es así. Para quienes lo sufrimos es en realidad una tortura, y no es
casualidad que el origen etimológico de la palabra venga precisamente
del tormento. Sabemos que el trabajo nos machaca, nos destroza el cuerpo
y la mente hasta convertirnos en seres pasivos y obedientes. El trabajo
es imposición, es actividad forzada. Lo peor de todo es que no se
limita al marco de la empresa: desde que suena el despertador comienza
la angustia, el transporte hacia el trabajo es muchas veces otra tortura
añadida… es toda nuestra vida la que vendemos al trabajo.
Esto se ve claro también en la forma en
que la medicina funciona, no para sanar, sino para que podamos seguir
trabajando. ¿Cuántas compañeras se hinchan de ibuprofenos y otras
mierdas para poder volver a trabajar después de una jornada que nos ha
dejado dolores por todo el cuerpo?¡Cuánto dolor provocan estas
condiciones de explotación que se intentan tapar con psicofármacos!
¡Cuánto dolor y sufrimiento cuando no se tiene la posibilidad de
trabajar, puesto que nuestra supervivencia e incluso el “derecho” a
vivir dependen del trabajo! ¡Cuánta misería no sólo material, sino de
todo tipo provocan estas relaciones sociales de mierda! Eso por no
hablar de las muertes y accidentes en el trabajo o camino al mismo, ni
de cuántos de los suicidios están directa o indirectamente relacionados
con el trabajo. A este conteo de cadáveres se debe añadir las víctimas
de la contaminación y la adicción al alcohol y drogas inducida por el
trabajo. Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas son aflicciones
modernas cuyo orígen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia
el trabajo. La destrucción del planeta, las incesantes guerras, que
obligan a millones de personas a desplazarse arriesgando sus vidas, no
se pueden separar tampoco del trabajo.
Cuando hablamos de abolir el trabajo no
estamos defendiendo el ocio mercantil: el tiempo libre existe porque el
tiempo de trabajo lo define, no se puede en ningún caso contraponer las
dos esferas. El tiempo libre es “ausencia” de “trabajo” por el bien del
trabajo. El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse del trabajo, en
un frenético y angustioso (pero inútil) intento de olvidarse del
trabajo.
La resistencia al trabajo es una forma de
recuperar parte de la “humanidad” de la que nos priva el trabajo: por
lo tanto, hace que nuestra jornada laboral sea menos alienante. Lejos de
la cantinela moralizante con la que cada uno solemos justificar
nuestras acciones en este sentido, la mayoría de la peña huye del
trabajo como de la peste, trabaja a desgana, roba material o pequeños
instantes a la tarea, se escaquea… Actitudes que por sí solas no son
panacea de nada ni el banderín de enganche de la nueva revolución, pero
que son hechos reales de resistencia al Capital, actitudes que señalan
que no todo está perdido.
Todo esto que tratamos de explicar no
quiere apuntar a que simplemente dejemos de trabajar mañana para
comenzar a vivir: uno puede buscarse la vida para trabajar lo menos
posible o incluso robar, saquear… y esto está bien, pero no resuelve el
problema. El trabajo es un mal social, abolir el trabajo significa
abolir las relaciones sociales capitalistas.
Nos venden que la culpa es de tal o cual
gobierno, de la forma de distribuir los beneficios, como si esto fueran
algunos pequeños defectos que pudieran corregirse, cuando son por el
contrario esenciales al capitalismo.
Entonces, si hoy tenemos trabajo tenemos
que estar agradecidos, y si no lo tenemos, el único horizonte posible es
reclamar el derecho al trabajo, o mejores servicios sociales.
Los políticos de cualquier color prometen trabajo para todo el mundo, como si eso fuera posible, ¡por no hablar de si es deseable! Políticos y sindicalistas se han esforzado a lo largo de la historia por imponer a los proletarios más decididos programas de reformas, para canalizar las reivindicaciones hacia peticiones que no pongan en cuestión la raíz de todos esos problemas. ¡Hablan de “derecho al trabajo”! Si el trabajo fuera algo bueno, los ricos se lo hubieran guardado para ellos.
Los políticos de cualquier color prometen trabajo para todo el mundo, como si eso fuera posible, ¡por no hablar de si es deseable! Políticos y sindicalistas se han esforzado a lo largo de la historia por imponer a los proletarios más decididos programas de reformas, para canalizar las reivindicaciones hacia peticiones que no pongan en cuestión la raíz de todos esos problemas. ¡Hablan de “derecho al trabajo”! Si el trabajo fuera algo bueno, los ricos se lo hubieran guardado para ellos.
El trabajo es nuestra actividad separada
de nosotros, convertida en algo que alimenta a la economía y nos domina.
Y este proceso puede cambiarse porque somos nosotros los que lo
alimentamos.
Vale, pero ¿qué pasa con el trabajo doméstico y la opresión patriarcal?
Poner en cuestión el trabajo, la
explotación, significa poner en cuestión el capitalismo, significa poner
en cuestión una relación social que es totalitaria y abarca todos los
aspectos de nuestra existencia. Significa poner en cuestión el progreso,
la democracia, el Estado y todas las categorías que nos separan y nos
reducen a objetos. Significa luchar contra todas las separaciones.
Por eso queremos compartir aquí algunas
reflexiones en torno a la opresión de las mujeres y sobre el paro que
tuvo lugar el pasado 8 de marzo. Reflexiones que no pretenden cerrar el
tema, sino que son una contribución a la necesidad de transformar esta
realidad.
La violencia y la opresión que sufrimos
las mujeres no se puede entender de forma aislada de todo esto. Y si
bien no es lo mismo ser un adulto explotado en Suecia que un niño en una
fábrica en China, ni una proletaria en Europa que una en una fabrica de
bebés en la India; si bien, mujeres y hombres, niños y niñas, adultos o
ancianos, blancos o negros, europeos o migrantes no vivimos exactamente
las mismas condiciones de opresión y explotación, esto no debe hacernos
olvidar que es la misma relación social capitalista la raíz de todas
esas situaciones.
No vivimos en un mundo de dominaciones,
donde el capitalismo sería una entre tantas… La acumulación de Capital
es el corazón de nuestro mundo. La doble necesidad que tiene el
proletario de venderse y el burgués de extraer el mayor valor posible de
la fuerza de trabajo que ha comprado, esta doble necesidad no lo
explica todo, pero sin ella no se puede entender nada.
Si bien el patriarcado es anterior al
capitalismo, al contrario de lo que se suele entender, la dominación
masculina no desaparece con el progreso sino que se intensifica con él.
Es con el desarrollo del capitalismo cuando se intensifica la opresión
específica sobre las mujeres, al mismo tiempo que se intensifica la
violencia contra la vida en general. El capital subsume, y esto quiere
decir que lo hace parte de su ser, las relaciones de dominación basadas
en el sexo. De hecho, mientras se siga identificando la dominación
masculina con algo atrasado que se solucionaría con el progreso, no
seremos capaces de ver hasta qué punto el progreso es nocivo para la
especie humana en general. Si las religiones tienen un papel
importantísimo en el desarrollo de la subordinación de las mujeres, y en
general de la explotación y de la dominación, ya desde los inicios del
capitalismo la razón y el progreso se hicieron cargo de dar un
fundamento de religiosidad científica a la supuesta inferioridad
femenina. El progreso ha traído muchos avances en estas materias: así,
actualmente los abortos selectivos de niñas son habituales en algunos
países como China, y mujeres encerradas en fábricas de bebés en la India
producen niños y niñas que se venden en el mercado gracias a las
virtudes de la ciencia.
Si el espirítu racionalista soñaba (y
sueña) con un mundo en que las mujeres y los hombres fueran iguales e
intercambiables, es en tanto que necesitó explotarlos a ambos por igual,
igualarlos en tanto que mercancía fuerza de trabajo. Sin embargo, como
esto no siempre es posible en tanto que las mujeres son las que pueden
parir, la familia se convirtió en pilar fundamental de la producción y
la reproducción de las relaciones capitalistas y del Estado; según el
momento histórico y las necesidades del Capital se exaltó bién al ángel
del hogar o bien a la mujer ruda capaz de cargar con un martillo
neumático, como en el mítico cartel: We can do it! Y sí, ha quedado
demostrado, ¡podemos hacerlo! Incluso podemos hacerlo a tiempo parcial
mientras seguimos asumiendo las tareas de reproducción, o incluso a
jornada completa haciendo malabarismos, o asalariando a otros
probablemente mujeres, seguramente migrantes que vienen, no por
casualidad, a sustituir a otras mujeres en esa tarea, o que provéen de
fuerza de trabajo más barata desde sus lugares de origen para suplir la
falta de nacimientos, sea por imposibilidad (es decir, imposición); o
por decisión surgida como rechazo a ese tipo particular de explotación.
La verdadera pregunta es si queremos ser
tenidas en cuenta en la misma medida que los hombres, igualadas en el
mercado, en un sistema que nos roba la vida y hace que nos relacionemos
como objetos. Probablemente las burguesas sí deséen ser iguales a los
varones de su clase, pero para las proletarias, como ya algunas
compañeras teorizaron al calor de las luchas de los años 60-70 en
Italia, la autonomía salarial es ser individuo para el capital, no menos
en el caso de las mujeres que en el de los hombres. Quienes pretenden
que la liberación de la mujer proletaria estriba en la posibilidad de
encontrar trabajo fuera de casa, no están descubriendo más que una parte
del problema, no la solución. La esclavitud en la cadena de montaje no
es ninguna liberación de la esclavitud del fregadero de la cocina. Las
mujeres deben redescubrir por completo sus posibilidades, que no son ni
hacer calceta ni ser capitán de altura.
La misma crítica del trabajo que hemos
estado apuntando es aplicable al trabajo doméstico de las mujeres. Si
afirmamos que es trabajo y que es explotación es porque queremos
liberarnos de esa esclavitud a la que se nos ha condenado
históricamente. Sin embargo, no queda muy claro en algunos eslóganes,
que más bien lo exaltan como algo positivo. Si históricamente el
obrerismo y gran parte de quienes se dijeron revolucionarios exaltaron
el trabajo en la fábrica, afirmaron la identidad obrera masculina (y
musculada) como algo positivo, no podemos seguir cometiendo el mismo
error. Entonces, si decimos “¡Eh! ¡Que nosotras también estamos siendo
explotadas y en muchas ocasiones fuera y dentro del hogar!”, que sea
para luchar por acabar con la explotación porque, ¿para qué nos sirve el
reconocimiento? ¿El reconocimiento de quién?
Desde sus inicios, el capitalismo se
encontró con una contradicción: necesita explotar a las mujeres como
reproductoras de la fuerza de trabajo pero también, en ocasiones y según
las necesidades del mercado, en el trabajo asalariado. Esta
contradicción se ha ido salvando de diversas maneras, con la
incorporación de mujeres en el mercado laboral, susituyendo a éstas por
el trabajo de personas migrantes, mediante las dobles jornadas,
asumiendo el Estado una parte de estas tareas en el llamado “Estado del
bienestar”, etc. En períodos de crisis como el que vivimos, al igual que
otras, éstas contradicciones se agudizan. Y si bien esta contradicción
es insalvable para el capitalismo, y por ello no se puede poner fin a la
opresión sobre las mujeres bajo el reinado del Capital, no es
insalvable para los explotados y las explotadas si luchamos para dejar
de serlo, y no para continuar reproduciendo este sistema.
Para los obreristas y muchos de los que
se proclamaron revolucionarios, proletario era igual a obrero varón y la
revolución consistía en trabajar más. Puesto que defendieron una
supuesta revolución que no abolía ni el trabajo ni el valor, defendieron
también que el trabajo liberaría a las mujeres. Los proletarios no
pueden hacer de su rol una herramienta para emanciparse, porque este
papel les es dado por el Capital. Así pues, su única arma radical es su
potencial negativo: los proletarios sólo pueden ganar luchando contra sí
mismos, es decir, contra lo que son forzados a hacer y ser como
productores. Y esto es impensable si no negamos al mismo tiempo lo que
somos forzados a hacer y ser en función de nuestro sexo en beneficio del
Capital y del Estado.
El problema de muchos de los debates y
problemas que están surgiendo también al interior del feminismo, por
ejemplo, en torno al tema de la prostitución, parte también de la falta
de reapropiación de esta crítica del trabajo que ha elaborado nuestra
clase en su conjunto, de todas las razas y de ambos sexos, a base de
derrotas. Se debate acerca de si la prostitución es un trabajo o no lo
es, partiendo unas del trabajo como algo positivo y reivindicable y
otras de negarlo como trabajo en base a que se considera algo
degradante, cuando el trabajo es sinónimo de degradación. Y si bien hay
trabajos más degradantes que otros, esto no puede hacernos perder de
vista (como ya hemos desarrollado) que lo necesario es abolir todos los
trabajos. La clave para acabar con estas falsas dicotomías es la crítica
del trabajo como prostitución.
Tampoco se puede esperar ninguna
tranformación social pidiendo al Estado, que sólo puede poner parches a
los problemas que él mismo genera. Este sistema se nos presenta como
fragmentado, pero no se puede separar el Estado del Capital, ni de las
relaciones patriarcales. Son parte de una totalidad. Entonces, cuando
pedimos al Estado, por ejemplo, una educación no sexista, ¿no estamos
pidiendo peras al olmo? ¡Como si la escuela pudiera ser una burbuja que
no fuese penetrada por el resto de relaciones que la rodean, como si no
fuese un pilar para sostener estas relaciones, para deformarnos como
futuros explotados y explotadas serviles a este sistema que es en sí
sexista!
El 8M se pudo escuchar también algo
distinto a la mayoritaria atmósfera de recuperación estatal, una
consigna brutal, hermosa y potente: yo sí te creo. Se alzaban miles de
voces para decir: tranquila, hermana, aquí está tu manada. Y ahí, en
esas voces cargadas de rabia y de dolor encontramos una fuerza distinta,
distinta porque parte de una solidaridad directa por fuera y contra el
Estado.
Necesitamos urgentemente dejar de ser
violadas, golpeadas, tratadas como cuerpos-objetos y queremos luchar
contra ello en lo inmediato. Pero necesitamos urgentemente superar de
raíz este estado de cosas, por eso no podemos esperar que las mismas
instituciones que son el origen de estos problemas nos aporten las
soluciones. Por eso necesitamos tejer lazos por fuera y contra del
Estado y de la política, para apoyarnos y defendernos de las agresiones,
pero también para profundizar en el contenido de las luchas, y que
éstas no sean recuperadas de forma que terminemos remando en contra de
nuestra propia emancipación.
No se trata de esperar a un mañana
revolucionario que llegará del cielo dentro de 500 años, se trata de lo
que hacemos hoy para luchar contra estas condiciones que nos ha tocado
vivir. Es necesario también luchar contra esa separación entre nuestras
necesidades inmediatas y la urgente necesidad de revolución social. El
Estado va a tratar siempre de canalizar todas las luchas que surgen de
nuestras necesidades hacia reformas, que no hacen más que perpetuar el
problema, y todo lo que hacemos ahora va en una u otra dirección.
No queremos cadenas más largas, queremos
destruir este mundo que nos aprisiona. Y sólo mientras luchamos por
destruirlo podremos generar unas relaciones humanas que no nos dañen,
eso sí con mucha lucha de por medio, pero mejor eso que la pasividad y
el aislamiento, mejor eso que seguir reproduciendo la enorme suciedad
que es esta sociedad.