Marx fue un pensador militante, un activista político, un hombre de partido. Esto es un indicio de lo a fondo que asumió que la historia constituye un proceso abierto. Su momento optimista, su confianza última en la racionalidad de los hombres, no clausuró la consciencia materialista de la incertidumbre. El concepto marxiano de historia no incluye la representación de un final cerrado y predeterminado, al que la humanidad se encamina inexorablemente, representación que constituye para él una mistificación metafísica. Pero interpretó su época como una realidad atravesada por promesas emancipatorias con cuya realización se compromete y cuya realización espera. Pensó que la tendencia dominante de la historia humana era la que apuntaba hacia una humanidad emancipada, socializada de un modo no-coactivo. Sin embargo, al pensar la historia como un proceso abierto, su diafragma teórico debió abrirse hasta atender a las posibilidades negativas. De ahí que en sus textos también podamos encontrar rastros del apocalipsis. Se trata, efectivamente, de rastros, no de una teoría apocalíptica acerca del fin de los tiempos. Marx fue también en algunos momentos de su escritura, tal vez a su pesar, anunciador de catástrofes. Digo a su pesar por la forma en que aparecen las posibilidades apocalípticas en sus textos: reticentemente, como temores desactivados por la confianza en el instinto de autoconservación del animal humano, como dudas que se expresan pero de las que no se extraen sus consecuencias últimas. Este escrito se dedica a indicar y comentar algunos de los textos de Marx en los que se manifiestan aquellos rastros del apocalipsis. Me parece que dice mucho sobre nuestra época que esos textos, precisamente estos más que los optimistas, produzcan la impresión de que pueden ser aplicados de forma inmediata a la actualidad. [...]
Marx concibe, pues, el desarrollo capitalista como un proceso plagado inevitablemente de movimientos catastróficos. “Sabemos”, afirma en el mencionado discurso, “que las nuevas fuerzas de la sociedad, para alcanzar una efectividad correcta, necesitan solamente hombres nuevos que se conviertan en sus dueños –y estos son los trabajadores” (ibíd.). Sólo una sociedad en la que los trabajadores dominen las fuerzas productivas despertadas por el capitalismo podrán quitar de estas su carácter antagónico. De ahí la alternativa que presenta Marx: o bien el proceso social sometido a ley de valorización del capital continúa su marcha catastrófica –cada vez más violentamente catastrófica-, o bien aquellos a quien esa ley somete y embrutece toman consciencia de esa realidad e intentan darse a sí mismos una forma de sociedad pacífica y racional, en la que sea posible un desarrollo sin esclavización ni mártires. Sabemos que aquí no estamos ante una alternativa entre posibilidades a las que se conceda el mismo grado de plausibilidad. El planteamiento de la alternativa entre socialismo y barbarie es en sí mismo un ejercicio retórico a favor del primero, que se identifica ya, dentro de la misma oposición, con las ideas de razón, libertad y humanidad. Pero, no obstante, se trata también de una alternativa que se presenta como real, por que en definitiva –y esto es lo que hace necesario aquella retórica- el futuro está abierto y nada está decidido de antemano. Ni la barbarie, ni la regresión, ni el apocalipsis final socialmente producido, fueron posibilidades que Marx, en virtud de su confianza última en la racionalidad humana, terminara de asumir en su inminencia. Pero tampoco pudo descartarlas. La alternativa entre socialismo y barbarie proclama que los trabajadores deben vencer, que tienen que vencer, por que, si son derrotados, entonces el embrutecimiento, la esclavización y el envilecimiento de los hombres llega hasta el final de los tiempos y precipita el final mismo. Si aquel acontecimiento emancipador se piensa como un mero imperativo práctico, una mera posibilidad, entonces este final se levanta como una expectativa histórica real. [...]
Más adelante veremos como percibió Marx que la lógica del desarrollo capitalista conduce por sí misma a la catástrofe ecológica. Ese es uno de los rastros del apocalipsis a los que me refería más arriba. Otro, que es el decisivo porque aquel depende de este, es la posibilidad, apenas insinuada, de que la lucha de clases acabe sin supervivientes o de que los trabajadores sean definitivamente derrotados y absorbidos, y el capital siga su marcha triunfal hacia la destrucción sin contestación ni oposición. Veamos ahora algunos pasajes en los que el discurso marxiano deja ver este rastro. [...]
Marx pensaba que los dispositivos técnicos desarrollados dentro de las relaciones capitalistas de producción funcionan también necesariamente, en el contexto de esas relaciones, como medios de destrucción. La historia del siglo XX , en el que la lucha entre los hombres adquirió formas políticas de movilización y antagonismo cuya destructividad no le fue dado a Marx anticipar, muestra como la imagen apocalíptica de una liquidación total de la humanidad entera dejó de ser una posibilidad remota para convertirse en el miedo cotidiano de millones de hombres. [...]
Por otro lado, las crisis periódicas y de violencia creciente que son constitutivas al despliegue antagónico del modo de producción capitalista, no sólo mutilan una parte del capital mismo, sino que sacrifican trabajadores. Marx acaba el artículo en un tono, ahora sí, directamente apocalíptico: “Aumentan los terremotos en los que el mundo del comercio sólo se conserva sacrificando una parte de la riqueza, de los productos e incluso de las fuerzas productivas a los dioses del submundo, resumiéndolo en una palabra: crisis (…) El capital no sólo vive del trabajo. Como un señor ufano y bárbaro a la vez lleva consigo a la tumba los cadáveres de sus esclavos, hecatombes enteras de trabajadores que sucumben en las crisis” (Mew, 6, 423). Esta representación apocalíptica está cargada de resonancias míticas: el capital paga su subsistencia sacrificando riquezas y hombres a las fuerzas demoníacas. Una imagen mítica cargada a su vez, no obstante, de contenidos históricos reales si leemos a través de ella los vendavales de destrucción que desató la burguesía en el siglo XX cada vez que su poder estuvo de verdad amenazado. Si Marx no llega a tomarse completamente en serio la hipótesis de una destrucción total del trabajo vivo por obra del trabajo muerto, no fue en consideración de la existencia de algún tipo de inhibición moral o civilizatoria, sino de la lógica de intereses inmanente al proceso de valorización del capital. En el mismo artículo escribe: “A los señores capitalistas no les faltará carne y sangre explotables, y se dejará que los muertos entierren a sus muertos. Pero esto, más que un consuelo que se dan a sí mismo los trabajadores, es un consuelo que se da a sí misma la burguesía. Si la clase entera de trabajadores asalariados fuera destruida por la maquinaria, ¿no sería horrible para el capital que sin trabajo asalariado deja de ser capital?” (Mew, 6, 421). Este texto de Marx parece perseguir un efecto relativamente tranquilizador: los trabajadores no se extinguirán pues son necesarios para la supervivencia del capital como capital. Pero la frase en su sentido más lato revela un rastro del apocalipsis. Una situación en la que sólo el interés del capital separa a la clase de los trabajadores de la inmolación constituye para estos una representación bastante cercana a lo que podría significar socialmente la palabra “infierno”. La constatación de que, al fin y al cabo, el capital necesita imprescindiblemente un quantum de trabajo vivo sólo resulta consoladora, y en muy escasa medida, para los que se ven casualmente a salvo, para aquellos cuyos medios de vida no han sido reclamados todavía, usando la expresión de Marx, por los dioses del submundo. Un triste consuelo para aquellos a los que se le concede una existencia tan culpable como provisional en función de un sistema impredecible y vengativo. Un consuelo terrible el asociado a esa imagen de una trampa sin escapatoria, no menos apocalíptica por cotidiana y consabida: la de una sociedad ante cuyo poder sus miembros son insignificantes e impotentes, y se encuentran sometidos a fuerzas que en cualquier momento los pueden sacrificar, pero a las que, no obstante, deben servir y contribuir a potenciar. [...]
Lo profundamente apocalíptico de los rastros de posibilidades negativas que laten en los textos de Marx se nos revela sobre todo al pensarlos juntos, uno al lado del otro. Más arriba vimos que determinados pasos del discurso marxiano indicaban que el automatismo productivo fabrica una humanidad automática que no se resiste al comando del capital. Apocalíptica es la unión de esta amenaza a la tendencia al colapso ecológico. Precisamente porque la oposición efectiva a esta tendencia requeriría una subjetividad mayor de edad, capaz de oponerse a la marcha objetiva de la sociedad y de transformarla. Pero este es precisamente el tipo de constitución subjetiva que la sociedad capitalista bloquea. Los rastros del apocalipsis presentes en los textos de Marx nos conducen, así, a una contradicción con la que tenemos que seguir pensando y viviendo mientras sea aún posible una cosa y la otra a la vez.