La modernidad no es una época de desmitologización. No para Marx. Sus textos muestran la sociedad comandada por el capital como una maquinaria de producir espejismos, alucinógena en un sentido literal. Las crisis, un momento necesario de su desarrollo, destruyen la apariencia de racionalidad. Ellas, según Marx, hacen salir a la luz “las contradicciones de la economía burguesa” (26.2, 535)[i]. Las crisis desmoronan la falsa expectativa de estabilidad, pero ocasionan también nuevas formas de embrujo[ii], por ejemplo, aceptar como un destino inevitable su naturalidad o achacar a un desarreglo parcial el desastre en el todo, cuando es precisamente el todo de la socialización capitalista el desastre. Contra esto, el pensamiento marxiano muestra la necesidad del vínculo entre socialización capitalista y crisis. Enseña que el desarrollo de la sociedad capitalista tiene que transcurrir a través de crisis, destrucción y catástrofes. Y que la eliminación de las crisis dependerá de la superación del capitalismo. [...]
Marx pensaba que la ciencia económica burguesa no puede sino soslayar el problema de la crisis, hasta el punto de elaborarlo como un enigma irresoluble o traducirlo a unos términos que inducen al olvido de su dimensión estructural. Plantearlo sin encubrimiento implica cuestionar la sociedad capitalista en su contradictoriedad constitutiva, esto es, como una forma transitoria, no absoluta -y finalmente absurda- de organizar la producción social. La “crítica de la economía política”, en cambio, puesto que su horizonte es la transformación radical de esa sociedad, no sólo puede preguntar por la crisis, sino que, en algún sentido, se constituye toda ella como un desarrollo de esa pregunta. Ciertamente, Marx no llegó a elaborar la teoría -tantas veces prometida y postergada- de la crisis económica[iii]. Sin embargo, los desarrollos de las formas “dinero”, “mercancía”, “valor” y “capital”, conducen una y otra vez a ese fenómeno. Sus estudios de madurez tratan de fijar qué condiciones de la sociedad burguesa ocasionan las crisis que periódicamente la asolan, acontecimientos que constituyen para él una de sus determinaciones fundamentales[iv]. [...]
La explicación marxiana muestra las crisis como resultado inevitable de las contradicciones del modo de producción capitalista. Al tiempo, las presenta como medio que conserva y potencia el poder del capital, ya que desatascan las obturaciones por sobreacumulación del proceso de valorización y sirven a la centralización. Tenemos que considerar aún un nuevo aspecto de la función conservadora para el orden capitalista de la crisis: su efecto contrarrestante a la tendencia a la caída de la tasa de beneficios, esto es, al derrumbe económico.
Marx pensaba –y este era para él un supuesto material fundamental para confiar en la eliminación de las relaciones capitalistas- que la creciente composición orgánica lleva aparejada la caída gradual en la tasa de de beneficios (25, 222). Podría afirmarse que esto constituye la concreción en la sociedad capitalista de la contradicción entre desarrollo de las fuerzas productivas y relaciones de producción. Para un sistema cuyo alfa y omega es el beneficio, un decrecimiento progresivo de su tasa resulta catastrófico. Esa tendencia apunta en último término objetivamente al derrumbe. Claro que Marx no piensa esa ley como las que rigen los procesos naturales, y de hecho señala la existencia de “causas contrarrestantes” (25, 242-250) que entorpecen o suprimen la acción de la ley general. Las crisis, agudizadas por la disminución de la tasa de beneficios, producen a su vez el efecto de ralentizarla. Esa disminución, escribe, “fomenta sobreproducción, especulación, crisis, capital sobrante junto a población sobrante” (25, 252). A la inversa, las crisis frenan aquella disminución. Por una parte, como sabemos muy bien hoy, crean las condiciones para elevar el grado de explotación del trabajo; por otra, dejan sitio para el mantenimiento o el nuevo comienzo de la valorización.
La conclusión a que lleva el análisis que he venido describiendo es que las crisis económicas constituyen un medio para el fortalecimiento y la conservación del poder del capital. Eliminan la sobreacumulación que obstaculiza la extracción de plusvalor; sirven a la centralización de capitales y, por tanto, a su dominio del trabajo; atrasan la formación de las condiciones objetivas para el desmoronamiento del capitalismo. Marx escribió en un borrador de carta 1881 que el desarrollo del capitalismo “no es más que una historia de antagonismos, crisis, conflictos y catástrofes” (19, 397). El sentido conservador de las crisis nos enseña que el desarrollo de la sociedad capitalista se realiza a través (y no a pesar) de la destrucción de riqueza, trabajadores y medio natural. ¿Podrá interrumpirse ese desarrollo? Esa posibilidad –si es que la humanidad no está condenada a seguirlo hasta la catástrofe final- tendrá finalmente que sustentarse en la constitución de los individuos como agentes de una transformación radical de la sociedad[vii]. Y Marx pensaba que precisamente las crisis podrían actuar también de catalizadores para la formación de una subjetividad “práctico-crítica”. [...]
La noción de “derrumbe” en Marx puede inducir al pensamiento de que el final de la sociedad capitalista acontece como una consumación o realización de la misma totalidad antagónica en su desarrollo objetivo. Henryk Grossmann, por ejemplo, llegó a creer posible una predicción exacta de la crisis última y del fin del capitalismo a partir de la ley de caída de la tasa de beneficios. La publicación de su obra en 1929 coincidió con una crisis sistémica profunda que, en lugar de a una sociedad liberada, condujo a la continuidad del capital por medio del fascismo, diversas formas de autoritarismo de estado y, finalmente, una guerra horrenda terriblemente resuelta. Es preciso, frente a las interpretaciones deterministas del derrumbe, volver a poner en primer plano la insistencia de la teoría crítica marxiana en la historicidad del capitalismo. Este pensamiento implica asumir la posibilidad de que las crisis también puedan desembocar en una orgía de destrucción. Dentro de la mediación de contingencia y determinación que es la historia, la praxis transformadora antes aludida no habría que derivarla directamente de la dinámica misma de la sociedad capitalista, sino asumir que, en todo caso, podría autoconstituirse a través de su negación. El discurso de Marx sobre los estatutos de la Internacional (1864) expresa muy bien esa idea de un sujeto que se transforma a sí mismo por medio de la misma praxis transformadora (16, 14). En el contexto de la crisis presente, eso podría traducirse en que la idea de una supresión del orden capitalista no exige la identificación de un sujeto revolucionario ya formado y organizado, sino suponer la posibilidad de cierta fuerza de negación en los explotados y desposeídos (incluyendo, claro, a las explotadas y desposeídas). Una aplicación consecuente de Marx entenderá que el objetivo de eliminar el trabajo asalariado va unido a la supresión del patriarcado, de la desposesión racial, étnica y cultural, del dominio devastador de la naturaleza. [...]