3 de abril de 2020

Sobre activismo, teoría, individuo y organización revolucionaria. Un debate imaginario entre algunos compañeros


Este texto, compuesto en su mayor parte por fragmentos clave de textos de otros compañeros históricos e internacionales sobre los temas planteados, es la continuación o segunda parte de mi texto «La autoabolición del proletariado como el fin del mundo capitalista (o porqué la revuelta actual no se transforma en revolución)», y es una respuesta tentativa y provisional a la pregunta «Entonces ¿qué hacemos?»


1.   Bordiga (Activismo. Italia, 1952):

«El activismo es una enfermedad del movimiento obrero que requiere tratamiento continuo.
El activismo pretende tener siempre un conocimiento exacto de las circunstancias de la lucha política, de estar “a la altura de la situación”, pero es incapaz de realizar una valoración realista de las relaciones de fuerza, exagerando enormemente las posibilidades de los factores subjetivos de la lucha de clase.
Es pues natural que los afectados por el activismo reaccionen contra la crítica acusando a los adversarios de subvalorar los factores subjetivos de la lucha de clase y de reducir el determinismo histórico a aquel mecanismo automático, que constituye además el ordinario argumento de la crítica burguesa del marxismo. Por eso hemos dicho en el punto 2 de la parte IV de la Base para la organización:
“En la justa acepción del determinismo histórico se considera que mientras el desarrollo del modo capitalista de producción en los países individualmente y como difusión en toda la tierra procede sin descanso, o casi en el aspecto técnico, económico y social, las alternativas, por el contrario, de las fuerzas de clase en contraposición, se enlazan a las vicisitudes de la lucha histórica general, a las batallas vencidas y perdidas, y a los errores de método estratégico.”
Esto equivale a decir que nosotros sostenemos que la fase de reanudación del movimiento obrero revolucionario no coincide únicamente con los impulsos provenientes de las contradicciones del desarrollo material, económico y social de la sociedad burguesa, la que puede atravesar períodos de gravísimas crisis, de contrastes violentos, de colapsos políticos, sin que por esto el movimiento obrero se radicalice sobre extremas posiciones revolucionarias. Es decir, no existe automatismo en el campo de las relaciones entre economía capitalista y partido proletario revolucionario. […]
El trabajo infatigable y asiduo de defensa del patrimonio teórico y crítico del movimiento, el esfuerzo cotidiano de inmunizar al movimiento obrero contra los venenos del revisionismo, la explicación sistemática a la luz del marxismo de las formas más recientes de organización de la producción capitalista, la refutación de las tentativas del oportunismo para hacer pasar esas “innovaciones” por medidas anti-capitalistas, etc., todo esto es una lucha, una lucha contra el enemigo de clase, una lucha por educar a la vanguardia revolucionaria y, si se quiere, una lucha activa pero no activista. […]
La reanudación del movimiento revolucionario no se verifica aún porque la burguesía, poniendo en práctica audaces reformas en la organización de la producción y del Estado (capitalismo de Estado, totalitarismo, etc.) ha sacudido enormemente, sembrando la duda y la confusión, no las bases teóricas y criticas del marxismo, que permanecen intactas e intocables, sino más bien la capacidad de las vanguardias proletarias para aplicarlas justamente en la interpretación [y la transformación] de la actual fase burguesa.
En tales condiciones de extravío teórico, el trabajo de restauración del marxismo contra las deformaciones oportunistas, ¿es un mero trabajo intelectual?
No, es lucha sustancial y activa consecuente contra el enemigo de clase.»

2.   Camatte-Collu (Sobre la organización. Francia-Italia, 1972):

«En la actualidad, o el proletariado prefigura la sociedad comunista y realiza la teoría, o bien sigue siendo lo que la sociedad ya es. […]
Hoy en día, cuando la comunidad aparente constituida en el cielo de la política por los parlamentos y sus partidos ha sido liquidada por el desarrollo del capital, las «organizaciones» que reivindican al proletariado no son más que simples bandas o camarillas que, gracias a la mediación del Estado, desempeñan el mismo papel que todos los demás grupos que se hallan directamente al servicio del capital. Se trata de la fase grupuscular, en la que, a diferencia de las sectas de la época de Marx, que tuvieron que ser superadas por la unidad del movimiento obrero, estos partidos y estos grupúsculos expresan la ausencia de la lucha de clases. Se disputan los restos del proletariado; teorizan la realidad inmediata de éste y se oponen a su movimiento. En este sentido, cumplen las exigencias de contención del capital. El proletariado, por tanto, no tiene que superarlos, como en el caso de las sectas, sino destruirlos
La crítica del capital debe ser, pues, la crítica del racket en todas sus formas, del capital como organismo social, visto que se convierte en la vida real del individuo y su modo de ser con respecto a los demás. […] La teoría que critica esto no puede reproducir el racket. Así pues, hay que elegir entre el rechazo de toda vida de grupo o la ilusión de comunidad. […] Hoy, el partido no puede ser más que el partido histórico; cualquier movimiento [o partido] formal es la reproducción de esta sociedad, y el proletariado está al margen. Ningún grupo puede en modo alguno pretender realizar la comunidad sino substituyéndose, en definitiva, al proletariado, que es el único que puede realizarla. […]
El revolucionario no debe reconocerse en un grupo, sino en una teoría que no dependa de un grupo ni de una revista, porque es la expresión de una lucha de clases concreta. En realidad, el anonimato, que no es la negación del individuo (negación que se produce dentro de la propia sociedad capitalista) se plantea precisamente en este sentido. El acuerdo, ha de darse, pues, en torno a un trabajo en curso que exige ser desarrollado. Es por eso que los conocimientos teóricos y la voluntad de adquisición teórica, no a través del grupo, que se interpone como un diafragma entre el individuo y la teoría, sino de forma autónoma y personal, son absolutamente necesarios para evitar que se repita la relación maestro-alumno (otra forma de la contradicción espíritu/materia, jefe/masa) y que se renueve la práctica del seguidismo.
Es preciso regresar a la actitud de Marx posterior a 1851 frente a todos los grupos para entender cómo romper con la práctica de los gangs [rackets]:
— rechazo de toda reconstitución de un grupo, incluso uno informal (cfr. la correspondencia Marx-Engels, las diversas obras sobre la revolución de 1848, y panfletos como «Los grandes hombres del exilio», 1852).
— mantenimiento de una red de contactos personales con los elementos que hayan alcanzado (o estén en vías de alcanzar) el grado más alto de conocimiento teórico: anti-seguidismo, antipedagogía; el partido, en su sentido histórico, no es una escuela.
La actividad de Marx siempre consistió en poner en evidencia el movimiento real que tiende al comunismo y defender las conquistas del proletariado en su lucha contra el capital. De ahí la posición de éste en 1871, al desvelar el “imposible comunismo” en la actividad de la Comuna de París o declarar que la primera Internacional no era fruto de teoría ni secta alguna. Es preciso emprender la misma actividad ahora. […]
Por tanto, de esto también se deduce que es preciso desarrollar una crítica de la concepción de «programa» de la izquierda comunista italiana [Bordiga y compañía], ya que esta noción de «programa comunista» nunca se clarificó de manera suficiente, como lo demuestra el hecho de que, en un momento dado, reapareciera en el seno de la izquierda la polémica Martov-Lenin, producto en sí misma de la liquidación del concepto de teoría revolucionaria de Marx en tanto reflejo de una separación completa entre los conceptos de teoría y praxis. Para el proletariado, en el sentido de Marx, la lucha de clases es producción y a la vez radicalización de la conciencia. La crítica del capital expresa una conciencia ya producida por la lucha de clases y se anticipa a su futuro. Para Marx y Engels, pues, movimiento del proletariado = teoría = comunismo. […]
En realidad, para Marx, dado que el problema de “la conciencia venida del exterior” [Kautsky-Lenin] era inexistente, tampoco existía ninguna cuestión de formación de militantes, de activismo o de academicismo; igualmente, la problemática de la autoeducación de las masas —en el sentido de los «comunistas de los consejos» y consortes, falsos discípulos de R. Luxemburgo y auténticos discípulos del reformismo pedagógico— tampoco se planteaba. La teoría de Rosa Luxemburgo sobre el movimiento de clase que encuentra en la realidad misma las condiciones para radicalizarse desde que comienza la lucha, es la más próxima a la posición de Marx (cfr. su posición sobre la «creatividad de las masas», que muestra que era capaz de captar al proletariado más allá de su existencia inmediata). […]
Una vez rechazada la práctica del grupo, cabía la posibilidad de que se interpretase el rechazo de la actividad grupuscular como el retorno a un individualismo más o menos stirneriano [y como “una nueva teoría de la conciencia venida del exterior por el rodeo de una teoría elitista del desarrollo del movimiento revolucionario”]. ¡Como si en lo sucesivo la única garantía fuese a ser la subjetividad cultivada por cada revolucionario! Nada de eso. Era preciso, ante todo, rechazar la percepción de la realidad social y la praxis ligada a ella en tanto punto de partida del proceso de “racketización”. Si, por tanto, nos retiramos totalmente del movimiento grupuscular fue, de manera simultánea, para poder trabar relación con otros revolucionarios que habían realizado, por lo demás, una ruptura análoga a la nuestra. Quisimos poner en evidencia un fenómeno de convergencia. Ahora hay una producción directa de revolucionarios que superan casi inmediatamente el punto en el que nosotros tuvimos que romper con la realidad circundante. Desde entonces existe una “unión” potencial que quedaría en entredicho si no llevásemos a término, y hasta el fondo de nuestras conciencias individuales, la ruptura con la visión política. Dado que la esencia de la política es la representación, eso quiere decir que los grupos siempre andan procurando poner su imagen a punto en la pantalla social. Siempre quieren explicar su forma de representarse a sí mismos a fin de ser reconocidos por algunos como la vanguardia que representa a los demás, a la clase. […] Toda representación política es una pantalla, y por tanto, obstáculo para una fusión de fuerzas. […]
En el vasto movimiento de rebelión contra el capital, los revolucionarios adoptarán un comportamiento determinado —que no estará garantizado de una vez por todas— compatible con la lucha decisiva y determinante contra el capital.
Podemos prever el contenido de semejante organización. Combinará la aspiración a la comunidad humana con la afirmación individual, que es el rasgo distintivo de la fase revolucionaria actual. Tenderá a realizar la reconciliación del hombre con la naturaleza, pues la revolución comunista también es una revuelta de ésta última contra el capital; por otra parte, sólo seremos capaces de sobrevivir mediante una nueva relación con la naturaleza y conjurar así el segundo término de la alternativa que se nos plantea en la actualidad: comunismo o destrucción de la especie humana.
A partir de este momento, para comprender mejor este devenir organizativo, a fin de facilitar y no inhibir lo que haya de ser, es importante rechazar todas las formas antiguas y tomar parte, sin apriorismos, en el vasto movimiento de nuestra liberación. Este se desarrolla a escala mundial, y es preciso eliminar todo aquello que pudiera obstaculizar el cambio revolucionario. En circunstancias dadas y en el transcurso de acciones específicas, la corriente revolucionaria se estructurará no sólo de manera pasiva y espontánea, sino dirigiendo siempre el esfuerzo de reflexión [y de acción] hacia la cuestión de cómo realizar la verdadera Gemeinwesen (el ser humano) y el hombre social, lo que implica la reconciliación de los hombres con la naturaleza.»

3.   Santini (Apocalipsis y sobrevivencia. Italia, 1994)

«10 bis. Dos puntos de vista opuestos sobre la organización

En 1971 se constituye Comontismo y se disuelve el grupo que se había formado en torno a «Invariance» [la revista dirigida por Camatte]. Hay que tener en cuenta que ambas tendencias tenían actitudes diametralmente opuestas en torno al “problema de la organización”. Una de esas actitudes era de hecho la de Cesarano y de gran parte de la corriente. La concepción de Comontismo en cambio identificó antojadizamente su propio entorno grupal (en gran parte veteranos de la análoga Organizzazione Consiliare di Torino) con el partido histórico del proletariado, o mejor aún con la “comunidad humana”. De esta forma, creó una organización diseminada en varias ciudades italianas (ver «Maelström» nº 2), que borraba toda distinción entre actividad teórica y práctica, entre vida pública y privada, entre individuo y organización. Comontismo pretendió así dar vida a un comunismo concreto, caracterizado por:
1) La colectivización de todos los recursos para la sobrevivencia;
2) Una convivencia “total”;
3) Práctica constante de la “crítica de la vida cotidiana” para no ceder a la presión ambiental-familiar-jurídica, etc., de la sociedad.
La ilusión inmediatista del grupo les llevó a pasar por alto un dato fundamental: que entre el capitalismo –o sea, entre las relaciones personales dominadas por la valorización– y el comunismo se interpone una revolución que, según Marx, sirve entre otras cosas para “liberarse de toda la vieja mierda”. Para Comontismo la Gemeinwesen [comunidad humana] debía ponerse en práctica ya sobre el terreno: se trataba de pasar al comunismo, entre veinte o treinta personas, comunizando de una vez por todas las relaciones: esta idea debía llevar inevitable e inmediatamente a la producción de una ideología: al inmediatismo siguió rápidamente la elaboración de un conjunto de corolarios “teóricos”.
Retrospectivamente, tenemos simpatía por Comontismo: era un grupo de valientes que se mantuvo siempre dentro del frente revolucionario, afrontando con valor una dura represión y batiéndose contra unos grupúsculos maoístas-obreristas dotados de estructuras militares especializadas en asegurar que las asambleas y manifestaciones se mantuvieran dentro del ámbito aceptable por su padre-maestro PCI (con la única excepción –además, naturalmente, de los grupúsculos bordiguistas que ya conocían la represión armada de los estalinistas “extraparlamentarios”– de Potere Operaio, grupo de vocación guerrillera que, aunque no defendía públicamente a los revolucionarios, fue siempre contrario a las sistemáticas calumnias de la izquierda que, hasta hace pocos años, reivindicaba la ecuación “situacionistas = fascistas”. Es indiscutible, no obstante, que Comontismo fue un grupo revolucionario, al cual «Cronaca di un ballo mascherato» citaba con justicia como parte de la corriente comunista radical. No en vano reclamaba haberse mantenido en el terreno de la práctica revolucionaria, mientras que muchos otros ex-luditas habían aceptado la separación entre vida pública “militante” y vida privada, lo que pronto les conduciría al nihilismo pasivo y, en muchos casos, a renegar de la opción revolucionaria a favor del exitismo o simplemente de una vida tranquila.
Por otra parte, no se puede dejar de criticar el retraso de Comontismo respecto al nivel alcanzado por Ludd. El inmediatismo comontista no es más que sustitucionismo del proletariado llevado al extremo. Desde este punto de vista Comontismo fue un auténtico modelo de ideología, basado en una jerarquía no declarada pero fácilmente reconocible, que sometía a los reclutas a pruebas iniciáticas y a exámenes de radicalidad. El aspecto más funesto de Ludd, que ya revisamos a propósito de la crítica hecha por Cesarano, se había convertido en una ideología aplicada sistemáticamente, sin tregua. Entre sus conclusiones ideológicas encontramos: la apología de la delincuencia (único modo de sobrevivencia observado y respetado); el elogio, no público pero constante dentro del grupo, de las drogas duras como instrumento de desestructuración y liberación de las relaciones familiares y represivas; la actitud sectaria, de superioridad, contra todo elemento exterior a la organización; la hostilidad del grupo contra el proletariado, trabajador y borreguil, tan culpable como todo el que no fuera parte de la organización. Todo esto convertía a Comontismo en una banda en guerra contra toda la humanidad, seguidora acrítica del modelo delincuencial. Por algo hablamos de “ideología”: la teorización de esta actitud práctica impedía de hecho cualquier procedimiento crítico que asumiera la base material: eran dogmas incrustados en la experiencia misma, extremadamente coercitiva, de los miembros del grupo. Esta forma de inmediatismo fue por cierto una de las razones que impidieron a Cesarano hacer indicaciones prácticas, las que se perdían en una abstracción estéril.
Sin embargo tras éste y otros impasses de Cesarano subyacían unas posiciones diametralmente opuestas a la de Comontismo: las posiciones de «Invariance».
«Invariance» había “resuelto” el problema de la organización estudiando las medidas que Marx tomó para evitar que en el período de reflujo contrarrevolucionario el partido cayera en el reformismo burgués. Tal análisis era tremendamente parcial, pues pasaba por alto toda la actividad que Marx dedicó a construir el partido comunista, y distorsionaba la tradición revolucionaria al evitar hacer un examen crítico de la actividad puramente política de Marx en su conjunto. Tal actitud queda de manifiesto en un texto de 1969, publicado tres años más tarde por «Invariance» con el título «Sobre la organización», firmado por Camatte-Collu, que puede sintetizarse así:
1) Bajo la dominación real del capital toda organización tiende a convertirse en mafia o secta;
2) «Invariance» ha evitado ese peligro disolviendo el embrión de grupo que empezaba a constituirse en torno a la revista;
3) Todo agrupamiento organizado queda excluido a priori, por el riesgo de que se transforme en una mafia;
4) Las relaciones entre los revolucionarios sólo son útiles al nivel más alto de la teoría, que cada cual debe alcanzar de forma autónoma y personal, a menos que caiga en el seguidismo.
Según Camatte y Collu, el peligro de individualismo quedaba descartado porque ya estaba en marcha –en 1972– la “producción de revolucionarios”: la extensión del proceso revolucionario era tal que una red de contactos interpersonales al nivel “más alto” de la teoría estaba ya garantizada y hasta era evidente. Así, Camatte y Collu expresaron de forma muy nítida un error típico de toda la corriente y del propio Cesarano. En realidad, en 1972 no se estaba abriendo una fase pre-revolucionaria a nivel internacional (como mucho el movimiento seguía resistiendo, aunque sólo en Italia), ni era inminente una inexorable producción de revolucionarios (hasta Camatte y Collu desertaron). Por lo tanto el rechazo del individualismo no era más que una ilusión. No hubo nada glorioso en disolver el pequeño grupo que se estaba formando en torno a la revista. Con ello no se consiguió más que acelerar lo que ya estaba sucediendo: la dispersión de las pocas fuerzas revolucionarias que quedaban del 68 y que no volverían a reconstituirse (en Francia no se produjeron más rupturas sociales a gran escala, y en Italia la corriente revolucionaria llegó al 77 tan debilitada por el individualismo que no fue capaz de producir ninguna intervención relevante). De hecho el individualismo favoreció la disolución de la perspectiva revolucionaria: ya fuera porque la vida en el aislamiento produce un sentimiento de menoscabo –del cual se escapa sólo por contraste con los pares– que impide percibir el movimiento y que genera desencanto y depresión, pérdida de las defensas frente a la invasión de lo “externo” y rendición a las tendencias dominantes; o bien porque enmascara el personalismo, el elitismo, y sirve para deshacerse de aquellas relaciones incómodas que podrían dificultar la reinserción oportunista en la ideología burguesa. En los años setenta y ochenta la obra de liquidación de los residuos organizativos (que ya eran frágiles e informales) y el miedo injustificado a caer en la política, en el “obrerismo” o en el izquierdismo, proporcionaron el impulso para saltar hacia el “otro lado de la barricada” a aquellos exponentes de la “elite” que habían hecho de la teoría un fetiche y que recelaban del supuesto peligro de seguidismo (peligro en realidad imaginario e inexistente: en Italia ningún grupo ni personaje volvió a ejercer un atractivo ni llegó a tener seguidores pasivos tal como lo había hecho la Internacional Situacionista al otro lado de los Alpes. En Francia, en todo caso, no lo hizo «Invariance»).
Hemos analizado dos visiones de la organización típicas de principios de los años setenta, que podemos rechazar sin remordimientos, y sobre todo sin que sean mistificadas por parte de los elementos más jóvenes.
La primera de ellas, la de Comontismo, es el modelo de la comunidad humana-partido histórico-banda delictiva. Aunque respetable desde un punto de vista humano (como lo es su actual epígono, el grupo francés Os Cangaceiros), y aunque a menudo resulte interesante por las soluciones práctico-organizativas-habitacionales que propone (los revolucionarios deben vivir “como si” el comunismo estuviera ya hecho y pudiesen afrontar solidariamente la terrible lucha por la supervivencia, doblemente difícil para ellos), su visión nace del resentimiento: el proletariado no es revolucionario, así que “nosotros” (los pequeños grupos) somos el proletariado; somos la comunidad humana ya realizada. Esto les lleva a valorar dogmática e ideológicamente su propia actividad sectaria y ofrece las salidas más desastrosas: la autocrítica terrorista impuesta sobre cada gesto y cada palabra; la fetichización de la coherencia; la acechante posibilidad de decadencia política, causada sobre todo por el embrujo de la acción, que les lleva a convertirse en una mera banda de bravucones. Todo esto basado en el chantaje fetichista-totémico de “la práctica”, en el desprecio ideológico de la teoría y de la acción lúcida.
La otra visión, la “invariantista”, que luego se extendió a gran parte de la corriente radical, es el modelo del círculo de relaciones entre “teóricos”. En este caso el enorme fetiche-tótem de “la teoría” esconde la unilateralidad de unas relaciones limitadas a una reducidísima élite de “críticos”.
Tal actitud, ahora que se han disuelto las ilusiones sobre una rápida y abundante “producción de revolucionarios”, equivale en realidad a puro y simple individualismo.
En cambio, no queda más que ajustarse a la realidad en la que los revolucionarios ya están aislados. Acrecentar la actual impotencia con una toma de posición en contra de la organización no tiene sentido. La alternativa de seguir todavía, en medio de la angustiante atomización de los revolucionarios, insistiendo en la fobia anti-mafiosa y en la exclusividad de las relaciones entre unos pocos elegidos (si es que se logra encontrar alguno) al nivel más alto (¿más alto que quién?) de la teoría, no es muy atractiva.
Aunque hoy resulta evidente que el resurgimiento del activismo y de la militancia lleva rápidamente de vuelta a la política, también debe quedar claro que el fetiche de la teoría separada de la eficacia y la práctica colectiva, si es posible organizada, no ofrece ninguna salida. Los principios comunistas, unidos a una teoría crítica animada por su contraste con la teoría de las dos décadas anteriores y con los principales resultados del pasado reciente –a saber: una revolución de y para la vida, un cuestionamiento de los límites del ego y de la identidad personal (que en la obra de Cesarano son denunciados de forma exhaustiva y vehemente), la experiencia de una revolución en la revolución– son el único antídoto contra la degeneración mafiosa, de la que no se puede escapar mediante el aislamiento autovalorizante, ni mucho menos por la vía original y personal de una supuesta creatividad.
Es evidente que en 1970 no existía el peligro de crear un grupúsculo militante-activista en torno a «Invariance» o a un núcleo de "teóricos". De hecho, el peligro era exactamente lo contrario: la desintegración y el abandono de las cuestiones más importantes que debían ser abordadas:
1) Reformular la contribución de la ultraizquierda histórica (Bordiga y el sector más consistente de la revolución alemana, decisiva para la revolución mundial);
2) Hacer balance de los nuevos contenidos aportados por los años sesenta;
3) La necesidad de crear un conjunto de relaciones capaces de resistir en el tiempo y preparadas para reanudar las posibilidades revolucionarias que se presentaron en los años setenta.
Según Camatte y Collu la “producción de revolucionarios” iba a resolver mágicamente todos los problemas, cuando lo que vino a continuación fue la dispersión de los revolucionarios, y la evidencia de su incapacidad para aprovechar la oportunidad que otra vez, y sólo en Italia, volvía a presentarse.
En los años siguientes se planteó, todavía en términos invertidos respecto a la realidad, la cuestión del nihilismo: en realidad las manifestaciones nihilistas fueron el abandono de la tradición revolucionaria, el fin de la búsqueda de relaciones comunistas entre los subversivos, la negación de la necesidad de convertirse en una comunidad efectiva, la subestimación de la necesidad de evitar ser arrastrados por la contrarrevolución.
Comontismo fue una caricatura de las relaciones entre revolucionarios, con su ilusión de que todos los problemas podían ser resueltos mágicamente por una ideología adecuada, y su pretensión de ser la encarnación de la teoría de los años sesenta, ya completa, que sólo había que aplicar en la práctica sin más demora.
Aun siendo aberrante e insostenible en el plano teórico, esta simplificación partía de una exigencia profundamente cierta: la teoría no puede ser una actividad separada y especializada, es parte integral de la coherencia cotidiana de los revolucionarios y de la necesidad de cambiar la realidad en su conjunto, de incidir en la sociedad y en la historia.
Comontismo tuvo un resultado doblemente contraproducente:
1) porque creó una banda que se reclamaba enemiga de la sociedad y del proletariado, impidiendo cualquier posibilidad de agrupamiento y de eficacia;
2) porque resultó ser fácilmente recuperable por la ideología más típica de los años setenta: la que consistió en justificar –como hacía Toni Negri– a los grupos producidos por la disgregación social, en vez de criticarlos radicalmente. Esto hizo a Comontismo incapaz de darle perspectiva a un sector, mucho más consistente en el 77, de jóvenes que rompían con la práctica armada instrumental y jerárquica de la Autonomia Organizatta y que en cambio querían actuar por sí mismos, con valentía pero con ideas pobres y confusas.
Sin embargo, Comontismo tenía razón al rechazar el elitismo de los pocos que se movían “al más alto nivel de la teoría”. Ello sólo podía conducir a la creación de unas relaciones arraigadas únicamente en un plano intelectual.
Cesarano fue el único que se movió al más alto nivel, produciendo una teoría clara y explícita, completamente anti-esotérica, tratando infructuosamente de darle una salida humana a ese ambiente pseudo-intelectual, caracterizado por su absoluta fragilidad y por su tremenda incoherencia (exceptuando a Piero Coppo y a Joe Fallisi, los únicos de entre sus compañeros que mantuvieron una coherencia revolucionaria, sin alimentar pretensiones de superioridad derivadas de la posesión de la teoría).

[…]

16. La actividad del Centro d’iniziativa Luca Rossi

Por esto es que tiene relevancia una actividad como la emprendida por el Centro d’iniziativa Luca Rossi [1990s], la que sintetizamos como sigue:
1) Clarificar la tradición revolucionaria, necesaria para establecer unos principios que vayan más allá de las oleadas de barbarie que el capital impone al mundo que ha colonizado (racismo, guerra, resurgimiento sangriento de los conflictos nacionales anteriores a la primera guerra mundial, expansionismo beligerante de las antiguas religiones), con especial atención a la corriente de ultraizquierda de la época del fascismo y el estalinismo. Este trabajo implica la reanudación de los proyectos emprendidos en los años setenta y que no pudieron ser concluidos: la afirmación del comunismo y su descripción positiva. Porque hay que hacer frente a la mistificación que acompaña al colapso de aquello que setenta años de contrarrevolución contrabandearon como “comunismo”, mientras el fascismo y el racismo dejaban de ser espantapájaros espectaculares para convertirse en zombies gigantes armados hasta los dientes.
2) Hacer un balance de la corriente radical italiana, porque la erupción revolucionaria de esos años “quemó” una serie de cuestiones sin llegar a resolverlas, encontrándose en un rotundo callejón sin salida en el momento que le era potencialmente más favorable (el 77). Por eso es preciso delimitar esa experiencia histórica para extraer de ella las debidas lecciones. Existe una clara necesidad, entre otras cosas, de hacer accesibles los resultados de este esfuerzo, pero es impensable hacerlo al margen de una discusión que lo haga comprensible y criticable por los revolucionarios de hoy. Se trata por lo tanto de afrontar una doble tarea: difundir los principales textos radicales de los setenta e intentar hacer un balance crítico.
3) En lo inmediato, evitar la repetición de aquello que ya entonces era un error y que hoy sería totalmente impensable: la valorización del aislamiento (que hace de la actividad teórica algo abstracto e inverificable). Por el contrario, deben ser analizados con extrema atención y sin ningún descuido las experiencias de los revolucionarios en los lugares de trabajo, en los organismos de base del proletariado, en los centros sociales, puesto que constituyen un elemento vital, sin el cual hoy no son factibles ni siquiera los enunciados preliminares de la tradición revolucionaria. Una lección que se puede sacar inmediatamente de la teoría radical de los años setenta es que los revolucionarios no pueden omitir las relaciones concretas con la lucha social sin engrosar las filas en las que hemos visto ingresar a tantos geniales pensadores ex revolucionarios; y al mismo tiempo, no pueden renunciar a la crítica concreta y vivencial de la vida cotidiana sin recaer penosamente en el nihilismo pasivo.
4) No hay que temer a las soluciones organizativas y organizadas que puedan servir para alcanzar la plena eficacia operativa. En las condiciones actuales de profunda crisis del capitalismo, en las que sin embargo no prospera lo mejor del proletariado internacional revolucionario –y ni siquiera prospera un movimiento de clase capaz de auto defenderse– los revolucionarios enfrentan todos los peligros típicos de los anteriores períodos de reflujo, pero sin tener todavía ninguna relación histórica con un movimiento de lucha global reciente. Así que en cierto sentido, hoy mucho más que en los setenta, se mueven al borde del abismo, asediados por la trampa de la desesperación, de la decepción, de la crisis “catastrófica” de desvalorización, en la que resulta cada vez más difícil hallar una salida en el ataque y la revuelta, salida que, después de todo, en comparación con ahora, antes estaba al alcance de la mano. De modo que nadie puede ya permitirse indulgencia alguna en el terreno del aislamiento. La comunidad, la organización y la solidaridad revolucionarias son necesidades urgentes, cuya falta se advierte dramáticamente, pero cuya realización está terriblemente lejana. Todo lo cual apunta a una fuerte ligazón entre los revolucionarios, sin ningún tipo de sectarismo. El período actual de trabajo “preparatorio”, de clarificación de principios, requiere no sólo de coherencia e intransigencia, sino también de un enriquecimiento de los contactos, de las fuentes y las discusiones. El ambiente revolucionario en sí es demasiado débil, es una parodia “nostálgica” de lo que era en el pasado, como para poder constituir por sí solo un punto de referencia válido. Por esto se necesita de todos los aportes, para crear alguna circulación de ideas, de investigación, de estudio, que establezca al menos las condiciones mínimas para un resurgimiento.
No podrá haber ningún movimiento sin principios y sin teoría, pero tampoco si reproducimos la estrechez mental que caracteriza al ocaso de los radicales.»


4.   Comunización (Introducción del traductor a Apocalipsis y sobrevivencia. Chile, 2010)

«Una cosa es reconocer el valor de una obra teórica por lo que tiene de clarificador y de radical, pero otra muy distinta es atribuirle la capacidad para cambiar el curso de un movimiento social. La teoría busca desde luego ayudar a que el movimiento proletario no se “envenene” con ideología, pero no puede actuar más que como una influencia parcial entre muchas otras. Tanto en el caso de las minorías comunistas como en el del movimiento proletario en general, la ideologización es consecuencia de la compleja interacción de innumerables factores –entre los que ocupa un lugar central el contenido de la práctica social inmediata– y no de errores intelectuales que se contagian de una cabeza a otra y que podrían ser contrarrestados con el “antídoto” de una teoría correcta. El contenido práctico del movimiento puede ser analizado y previsto, pero en su mayor parte está fuera del alcance de la teoría formalizada, pues responde a sus propias leyes y evoluciona de acuerdo a lo que sus protagonistas perciben como necesidad inmediata. Aunque la teoría expresa formalmente el contenido de las relaciones humanas, sólo expresa una ínfima parte de ellas: es una mediación entre otras, y como tal no puede alterar por sí misma las condiciones materiales que producen la ideología o su superación. Los alcances de la teoría son de hecho mucho más modestos: en el mejor de los casos, puede exponer públicamente aspectos de la realidad o relaciones que normalmente no eran percibidas, o advertir sobre los riesgos y posibilidades de una situación que interesa a todos. Lo demás corre por cuenta de los hombres y mujeres entregados a la acción y a la lucha.
La sobrevaloración del poder de la teoría escrita no es el único aspecto criticable en el artículo de Santini, sin embargo no he dejado que esto me desanime a la hora de traducirlo. No creo que en este caso el autor estuviera tratando de argumentar a favor del personalismo o del idealismo. Más bien creo que se permitió algunas afirmaciones exageradas, inspirado por un gran afecto hacia Cesarano y hacia la experiencia que nos relata, lo cual es discutible por cierto, pero no invalida el aporte hecho por el texto en su conjunto.
Lo mismo sucede con el énfasis que Santini pone en la necesidad del reagrupamiento revolucionario, aspecto en el que a mi juicio no profundiza lo suficiente. Ante la indudable dispersión de los revolucionarios me parece de poca utilidad llamar a su reagrupamiento como si éste por sí solo bastara para resolver algo. No se trata en realidad de que las personas con ideas revolucionarias se agrupen, sino de saber para qué han de hacerlo, además de para disfrutar de su mutua afinidad. Pero para hacer esto no se requiere en absoluto ser “revolucionario”: los proletarios tendemos a reunirnos espontáneamente porque así nos lo manda nuestra naturaleza social: no es cuestión de elegir. Si este agrupamiento tiene algún propósito especial, eso ya es otra cuestión, que sólo tiene sentido discutir en relación con cada caso concreto. Ya sea que se trate de organizar una olla común, un piquete de huelga en la empresa, la publicación de un texto de crítica radical o la agitación en apoyo de compañeros presos… hay mil cosas que se pueden discutir y realizar, sin perder de vista que cada uno participa en tal o cual actividad porque ello tiene que ver con su vida personal en primer lugar. Pero un llamamiento general a los revolucionarios para que se reagrupen en función de sus ideas, es algo distinto, que en el fondo apunta a ir más allá de las determinaciones concretas que ligan a cada cual a un tipo de actividad específica. Me detendré un poco en este punto porque creo que lo que expresa Santini en su artículo es sintomático de una percepción bastante generalizada.
La constatación que hace Santini es cierta: el repliegue de la clase obrera en posiciones defensivas o de mera indefensión no hace más que agravar la devastación producida por el desarrollo capitalista, y en tales condiciones el aislamiento no puede ser defendido con el frenesí que demostraron los apologetas del purismo teórico a principios de los setenta. Pero hay además otra cuestión: en tanto persista la atomización social en el conjunto del proletariado habrá limitaciones al reagrupamiento de las minorías radicales, pues su actividad tiende inevitablemente a reproducir las condiciones en que vive y actúa su clase. Esto no puede dejar de repercutir en su práctica, que tenderá a enfocarse sobre algún aspecto particular en desmedro de otros, con el efecto excluyente que ello supone. Así, no tiene nada de extraño que algunos revolucionarios emprendan acciones de solidaridad con los presos mientras que otros se concentran en reconstruir núcleos de agitación en los lugares de trabajo; asimismo, es lógico que algunos prefieran responder a la necesidad de medios de información autónomos, en tanto que otros se ocupan de restaurar la memoria histórica del proletariado… y así sucesivamente. Sería absurdo esperar que cada cual se haga cargo de todas las necesidades prácticas del movimiento, y tampoco tiene sentido exigir que todos los que emprenden actividades distintas converjan en una misma colectividad perfectamente integrada: basta con que no se hagan la vida imposible entre sí, asumiendo con calma que un cierto grado de dispersión es el efecto inevitable del modo en que se vive en esta sociedad. En estas condiciones, es normal que los que intentan desarrollar una “práctica total” terminen absorbidos en una sobreabundancia de tareas y relaciones donde lo que se gana en extensión casi siempre se pierde en profundidad. La insatisfacción que esto genera suele traducirse en un discurso recriminatorio que responsabiliza a las propias minorías radicales por la dispersión y debilidad del movimiento proletario. Cada grupo o individuo encuentra así razones para menospreciar a los demás por dedicarse “solamente” a cuestiones laborales, o a la contrainformación, o al apoyo a los presos, o a la teoría, etc. En el fondo, desde este punto de vista todos son culpables de no ser lo suficientemente revolucionarios como para revertir la situación general. Tal actitud equivale a hacer recaer el peso de la contaminación industrial sobre los hombros de los consumidores de a pie. En ambos casos lo que se manifiesta es un rasgo del democratismo radical, que confía en la fuerza moral de las buenas intenciones para la resolución de los problemas que no pueden de ninguna manera ser resueltos bajo las condiciones capitalistas.
La dedicación preferencial a ciertas tareas sólo dejará de ser un problema en un contexto revolucionario, en que las relaciones humanas tendrán una dinámica nueva correspondiente a unos nuevos problemas sociales; y en que la polivalencia resultante no será un rasgo distintivo de los “revolucionarios”, sino de amplios sectores de la población. Mientras eso no ocurra, y quizás aun después que eso haya ocurrido, es inevitable y hasta deseable que algunos se dediquen con más ahínco a uno u otro tipo de actividad. Si la preferencia por una actividad sobre otras aparece hoy como una limitación no es por el contenido mismo de esa actividad, sino porque no se ha desarrollado suficientemente la capacidad colectiva para armonizar las diversas actividades en una comunidad coherente. Esto sólo es un reflejo del modo como el conjunto de la población se relaciona con los instrumentos de producción y con los frutos de su actividad. El comunismo por otra parte no impone la exigencia abstracta de que cada cual se ocupe indistintamente de todo; en vez de eso, permite la armoniosa coordinación social de las aptitudes individuales. La producción comunista del “hombre total” no es la producción del individuo aislado en posesión de capacidades infinitas, sino de la comunidad total: en ella el hombre no tiene necesidad de hacer todo lo que los otros hacen, sino que tiene la posibilidad de hacerlo porque ya no encuentra impedimentos arbitrarios que le separen de sus propias inclinaciones. Esto no tiene nada que ver con el delirio del “hombre nuevo” que justificó el protagonismo espectacular de algunos jefes revolucionarios, y que hoy sigue alentando el deseo de figuración y el moralismo de quienes quisieran ver sus propias urgencias personales regir las vidas de todo el mundo.
Volviendo a Santini, creo que tanto su sobreestimación de la teoría como de las posibilidades actuales del reagrupamiento revolucionario se relacionan con el hecho de que él ha criticado insuficientemente el punto de vista desarrollado por Cesarano e «Invariance» en los setenta: una visión en que la crisis del capitalismo presenta unos rasgos tan apocalípticos y desfavorables para el comunismo, que las posibilidades revolucionarias ya no parecen estar contenidas en la propia contradicción social del capitalismo, sino en otra parte. Así, la teoría aparece como un medio capaz de expresar posibilidades situadas más allá de la contradicción social inmediata (lo cual equivale a un nuevo esoterismo, en realidad); mientras que el reagrupamiento parece dar acceso a tales posibilidades, sin importar que los revolucionarios mismos estén inmersos en la contradicción social y en la historia, de cuyos límites en cualquier caso difícilmente podrían escapar.»

5.   Dauvé (La militancia en el siglo XXI. Francia, 2014):

«Los situacionistas habían hecho del rechazo a la militancia una banalidad de base, crítica que quedó sintetizada en 1972 en La militancia, estadio supremo de la alienación.
Para nosotros, militante no es un insulto reservado a aquellos con quienes no haríamos nada en conjunto (como pequeño-burgués fue antaño para numerosos militantes). Ciertos camaradas pueden incluirse dentro de la militancia: no buscan la perfección, pero no lo vemos necesariamente como motivo suficiente de ruptura.
En la crítica situacionista, militar significa sacrificar la propia vida por una causa, negando necesidades y deseos personales para someterse a una doctrina. Y sobre todo, creer posible transformar el mundo sin más que intervenciones, reuniones y palabras. El militante es un voluntarista multiplicado por un productivista.
Cuarenta años después, ¿en qué ha cambiado el militante? ¿Qué consecuencias tienen esos cambios en nuestra crítica de la militancia? […]
El revolucionario profesional de antaño estaba pagado por el partido: hoy el Estado o un organismo privado lo contrata o subvenciona, lo que era inaceptable para los militantes de los años 70. El rechazo a los partidos ha progresado, el rechazo al Estado [y al Mercado] ha disminuido. […]
Jugar a masacrar no tiene ningún interés. No nos creemos más malos que el vecino, ni imaginamos superar las contradicciones de la crítica radical por la magia de una dialéctica que tomaría lo bueno de cada cual (la energía de uno, la preocupación de informar del otro, la reproducción de viejos textos del tercero…) absteniéndose de las faltas presentes en cada uno.
En todo caso, no esperamos construir hoy la organización que estará lista mañana “cuando todo explote”. Permanecer disponible, es a menudo lo mejor que se puede hacer, informarse, pero sin pegarse a la pantalla, actuar, pero no necesariamente todos los días. En la necesaria difusión de información y tesis radicales, estas no son más importantes que los lazos tejidos para su circulación, útiles algún día, pero que sería imposible y vano formalizar actualmente. Si la inercia colectiva es un obstáculo para la revolución, ciertos tipos de acciones pueden también mantener la pasividad.
Como dice un proverbio proletario: “no son los revolucionarios quienes harán la revolución, sino la revolución que hará a los revolucionarios.”»

6.   Un proletario revolucionario después de participar en una revuelta de masas y de volver a la normalidad capitalista, en tiempo de crisis económica y sanitaria (Ecuador, marzo-abril 2020):

Si bien la teoría es una actividad o una forma específica de práctica que emana de la realidad a fin de comprenderla y transformarla conscientemente, es la práctica de la lucha de clases propiamente dicha la que siempre tiene la última palabra en la sociedad de clases. Sólo en la práctica se demuestra o no la verdad y la fuerza de una teoría. Y la teoría sólo se convierte en una fuerza material cuando prende en las masas y éstas la realizan. La teoría revolucionaria sólo es práctica e inmediata en la revolución, y viceversa: sólo la revolución práctica es inmediatamente teoría. El resto es silencio… o puro ruido.   
Pero la revolución no depende de un “trabajo de base” y de “agitación y propaganda” enfocado en la “concientización” y el reclutamiento por parte de una organización “revolucionaria” para su propia “acumulación de fuerzas” y “toma del poder” bajo su ideología (ej. los marxistas-leninistas). Tampoco depende de crear pequeñas “comunas autogestionadas” aisladas del resto de la sociedad para “vivir la utopía aquí y ahora” (ej. los autogestionistas). Mucho menos depende del activismo político, simbólico y mediático de los nuevos izquierdistas (ej. los postmodernos de izquierda, incluidos algunos anarquistas). Todas estas formas de acción supuestamente “anticapitalista” no hacen más que reproducir esta sociedad mercantil generalizada y del espectáculo, aunque piensen y digan lo contrario, porque no atacan ni subvierten sus raíces o cimientos sino que los reproducen “desde abajo y a la izquierda”.
¿Entonces? La revolución en realidad depende de que las masas proletarias anónimas o los nadies ya no puedan ni quieran vivir más bajo el modo de producción y de vida capitalista, y entonces comiencen a producir por sí mismas, por necesidad y deseo, relaciones sociales y formas de vida comunistas y anárquicas, que sólo podrán desarrollarse libre y plenamente mediante la revolución social, es decir mediante la abolición y superación de la sociedad de clases, al calor del mismo antagonismo de clases y la reproducción de la vida cotidiana. En las luchas sociales reales y las prácticas cotidianas donde los/as proletarios/as hacen esto, ahí se encuentra el germen de la revolución, del comunismo y la anarquía.
Mientras tanto, los individuos suelen estar separados entre sí, así como también la teoría suele estar separada de la práctica (ésta última separación/alienación se llama ideología), dado que el capitalismo es el mundo de la separación o la organización social y sistemática del aislamiento, independientemente de lo que los individuos y los grupos de izquierda crean y digan ideológicamente al respecto. Pero ni los revolucionarios “sin dogma ni partido” nos salvamos de la ideología, por el simple hecho de “vivir” bajo condiciones de alienación/separación social estructural. Por eso, siendo objetivos desde la perspectiva comunista y de clase, no sólo hay que producir y difundir teoría radical de forma individual o aislada y relacionarse sólo con otros individuos que hagan lo mismo (como actual e irregularmente es mi caso, y de seguro el de otros compañeros en otras latitudes así como en otras épocas, Camatte incluido); sino que hay que esforzarse en construir y practicar relaciones sociales y formas de vida que transformen realmente las relaciones sociales y formas de vida capitalistas, con otros/as proletarios/as “comunes y corrientes” pero hartos/as de serlo (que es lo más complicado, pero lo más necesario y efectivo). «Comunismo versus individuo solo y alienado» (Santini, 1994).
En efecto, más importantes y determinantes que las teorías y los individuos revolucionarios, son los lazos reales de solidaridad, apoyo mutuo, cuidado, afecto, confianza, comunicación, gratuidad, horizontalidad y libertad que, de manera anónima y autónoma, creen los/as proletarios/as para satisfacer sus necesidades vitales inmediatas y, al mismo tiempo, para luchar y vivir la revolución, es decir para cambiar sus propias vidas de raíz en todos los aspectos, tanto en tiempos de normalidad capitalista (o de lucha de clases no revolucionaria) como en tiempos de revueltas e insurrecciones (o de lucha de clases revolucionaria). La teoría sólo será un factor o un elemento activo más de esta total y radical transformación de la clase y la sociedad; pero será, porque la praxis revolucionaria –que sin duda incluye a la propaganda y la agitación revolucionarias– es acción consciente o lúcida de sí misma y sus circunstancias.
Teniendo claro que esto no ocurre cuando sea o cuando se quiera (como creen los voluntaristas e inmediatistas), sino en situaciones históricas concretas de ascenso, generalización e intensificación de la lucha de clases y la crisis capitalista, que afectan la vida diaria de las personas y les plantean nuevos problemas sociales que resolver en la práctica colectiva. Además, esto no se puede hacer con personas que no quieran hacerlo, no se les puede ni se les debe obligar a ello (nadie salva o libera a nadie, todos nos salvamos o autoliberamos juntos). Sólo se puede construir relaciones de comunidad y libertad reales con otros individuos proletarizados que ya luchan por su propia libertad y comunidad humana, por reapropiarse de sus propias vidas, en sus propias realidades y con los medios que tienen al alcance.
El proceso histórico, social e impersonal de la revolución es el que produce individuos revolucionarios que se asocian libremente para actuar como tales, y viceversa. De eso se trata, entre otras cosas, «la producción comunista de comunismo» (Théorie Communiste, 2011) a través de comunidades de lucha y de vida reales; es decir, a través de comunidades espontáneas, impuras, imperfectas, limitadas y contradictorias de proletarios/as que luchan por sus necesidades vitales inmediatas al mismo tiempo que por su propia liberación y abolición como clase social (los proletarios comunistas luchamos por nuestra propia abolición, como bien decía Gorter), y por la abolición del Capital y el Estado. De eso se trata, también, romper y superar el aislamiento o la atomización social capitalista y, al mismo tiempo, esforzarse por ser la crítica y superación práctica de los «rackets», grupúsculos, pandillas o mafias políticas de izquierda que compiten entre sí por cuotas de poder dentro de la sociedad burguesa y su Estado –razón por la cual, no son revolucionarios sino contrarrevolucionarios.
¿Contradictorio? Sí: mejor dicho, dialéctico, porque el proletariado es la contradicción viviente y sólo es revolucionario cuando lucha por dejar de ser clase explotada y oprimida. Por eso es una clase-anticlase. La revolución es la resolución positiva de esta contradicción en movimiento. Criticando y superando en dicho movimiento todas las separaciones que le ha impuesto el Capital; en este caso, la separación entre individuo y comunidad, y entre teoría y práctica; y, por lo tanto, criticando y superando los falsos y típicos debates izquierdistas al respecto: activismo-teoricismo (o pragmatismo-intelectualismo), subjetivismo-objetivismo e individualismo-colectivismo. Aun así, sigue siendo contradictorio o dialéctico, porque es una realidad viva, en constante movimiento y, por lo tanto, en constante autotransformación.
Lo mismo aplica, histórica y lógicamente, para la organización-antiorganización revolucionaria: sólo ha sido, es y será tal si cuestiona y transforma las relaciones sociales y las formas de vida y de pensamiento capitalistas que contiene y que la contienen (lo cual sin duda incluye a las formas de opresión machista, racista, nacionalista, etc., en su propio seno); si realiza la crítica radical (teórica y práctica) de todos los aspectos del mundo capitalista; si subvierte el estado de cosas actual y produce de manera autónoma y consciente las condiciones y las armas (prácticas y teóricas) de su propia liberación; si prefigura en actos la comunidad humana real de individuos libremente asociados y combate por la revolución comunista; si lucha por abolirse a sí misma en tanto que organización separada de la clase, aboliendo las condiciones capitalistas que la han producido como tal; en una palabra: si contribuye realmente a la autoliberación y la autoabolición reales del proletariado en tanto clase explotada, oprimida y alienada por el Capital y el Estado.
Todo esto –como ya se dijo y vale dejarlo claro– no al antojo sino en determinadas condiciones, principalmente en situaciones de crisis revolucionaria producidas o no por la misma lucha de clases, así como también en la vida cotidiana en la medida de lo posible. Y –como también ya se dijo y vale dejarlo claro– no de manera pura y sin contradicciones, porque cuando un movimiento es real es impuro y contradictorio, y lo que lo hace revolucionario, entonces, es asumir, sostener y tensionar esas contradicciones capitalistas para suprimirlas y superarlas todas de raíz.
De lo contrario, las organizaciones proletarias y populares, tanto de masas como de “cuadros”, tanto activistas como intelectuales, tanto reformistas como radicales, no han sido, no son ni serán más que organizaciones que, mediante sus prácticas y sus relaciones, reproducen el capitalismo pero con una apariencia “anticapitalista” o “revolucionaria”. Por lo cual, también deben ser criticadas, combatidas, destruidas y superadas por los proletarios hartos de serlo y “sin partido”. Sí, para autoemanciparse realmente, el proletariado debe criticarse, tensionarse, romperse, transformarse, abolirse y superarse radicalmente a sí mismo, sin miedo, mistificación, piedad ni tapujo. En este sentido, el proletariado, como la revolución, en realidad avanza mediante rupturas y saltos. Su autoorganización y su autoactividad “militantes” sólo tienen sentido si es para realizar este único fin realmente revolucionario. Esto significa, además, entender y practicar el comunismo como movimiento real y la anarquía como tensión hacia la revolución social.
Pero, por desgracia, lo que pasa durante la mayoría del tiempo y en todas partes es todo lo contrario, por más organizaciones-pandillas y militantes-mártires de izquierda que existan y hagan “trabajo político de verdad y no puro bla bla”. Las situaciones revolucionarias, por el contrario, han sido, son y serán excepciones históricas decisivas, en última instancia, según lo que el proletariado haga o no en ellas como clase-anticlase revolucionaria o autoabolicionista; es decir, según lo que nuestra clase haga o no para abolir y superar la contradicción viviente que es ella misma en todos los aspectos de la vida social, incluidas sus organizaciones, sus ideologías y sus roles “revolucionarios”.
Los proletarios y las proletarias no aprendemos “estas cosas” sólo mediante la teoría, sino principalmente mediante la propia experiencia práctica y, en especial, mediante los pasos en falso, los errores, los fracasos, los golpes y las derrotas sufridas en la vida cotidiana y la lucha de clases, hasta la revolución… o la muerte. Y también es algo que puede como no puede ser, dependiendo de lo que, de aquí en las próximas décadas, hagamos o no para autoliberarnos integralmente; es decir, para autoabolirnos como clase (y como género, “raza”, nación, etc.) y para crear comunidad humana-natural real, sobre todo en esta época de catástrofe capitalista generalizada donde la única alternativa radical que le queda a la especie humana es: comunismo o extinción.
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Otros textos relacionados y recomendados:

·         Renunciar al activismo – Andrew X (1999)
·         La necesidad y la imposibilidad del anti-activismo – J. Kellstadt (1999)
·         Ni intelectualismo ni estupidez – Wilful Disobedience (2001)
·         La propaganda subversiva y los “ismos” – Ricardo Fuego (2006)
·         Definición mínima de las organizaciones revolucionarias – Internacional Situacionista (1967)
·         La militancia, estadio supremo de la alienación – Organisation des Jeunes Travailleurs Revolutionnaires (1972)
·         La impotencia del grupo revolucionario – Sam Moss (193?)
·         Rackets – F. Pallinorc (2001)

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Traducción de este texto al Inglés por Malcontent Editions (mayo 2020)